En una de las secuencias iniciales de Riceboy Sleeps, Kim Dong-hyun escapa de su madre campo a través en lo que bien podría devenir una suerte de metáfora del proceso que emprenderá a partir de ese momento el joven protagonista: una huida de las raíces dejadas atrás con su llegada a Canadá, que cobrará forma a través de asuntos a priori circunstanciales pero en el fondo nada baladíes como su renuncia a comer comida coreana ante sus compañeros o un cambio de nombre ante el conflicto que parece despertar la naturaleza del suyo propio, a la postre compuesto.
Anthony Shim nos sitúa a inicios de los años 90 a través de un relato donde el choque cultural resulta más que patente. Un hecho que experimentarán tanto Dong-hyun como su madre, So-young, en sus respectivos entornos: así, mientras él es recibido con miradas de extrañamiento e incluso se le atribuye un mote racista, ella deberá confrontar un modo de relacionarse totalmente distinto en la fábrica donde trabaja, algo que derivará en hostilidades que, sin trascender, sí dibujan un panorama que traslada con firmeza unas inquietudes que derivarán en el primer enfrentamiento del pequeño protagonista con algunos de sus compañeros.
No obstante, y pese a esos encontronazos que llevarán a So-young a alzar la voz ante aquello que considera una injusticia, Shim nivela el trazo de su relato con un leve tono humorístico muy adecuado, que resalta incluso en secuencias más espinosas de lo que se podría presumir, como la del cambio de nombre de Dong-hyun. Ello no implica, ni mucho menos, que el cineasta relativice situaciones que, al fin y al cabo, sus protagonistas deberán aceptar para adaptarse a un determinado contexto, pero en las que sobrevuela una sensación de discriminación patente, que sirve como núcleo desde el que dilucidar asimismo la relación entre los dos personajes centrales.
Esa occidentalización, que se irá filtrando en las vidas de ambos, funciona así más como percutor de una serie de cambios que como motor de cierto conato de cine social que, afortunadamente, Shim resuelve mediante alguna escena y desplaza convenientemente del epicentro del film. Puesto que, si bien Riceboy Sleeps otorga un tratamiento cuidado a la vida de esos emigrantes que tuvieron que dejar su tierra natal para buscar una mejor fortuna lejos de ella, se derivan temas aún más importantes como la propia identidad o la presencia de unas raíces en ocasiones menoscabadas, pero siempre presentes en el interior de ese hogar donde conviven So-young y Dong-hyun.
Si algo destaca, además, en la propuesta del cineasta canadiense de origen coreano, es la delicadeza con la que, a través de lo meramente formal, es capaz de retratar ese universo pese al omnipresente conflicto. De este modo, el envolvente trabajo con el que la cámara se desplaza por cada lugar, así como la precisión con que engrana sus piezas mediante un montaje donde cada corte está perfectamente medido, dotan de un espacio pertinente desde el que matizar el relato sin precipitar su progresión dramática. El tempo, articulado mediante esa suspensión que el cineasta logra dejando que cada secuencia respire, se antoja fundamental en un film que encuentra en cada punto muerto o vacío generado por sus numerosos ‹travellings› un asidero que obtiene en sus distintos gestos y pausas un elemento algo más que descriptivo, también afectivo y, por ende, humano.
La belleza condensada en Riceboy Sleeps no se desprende, pues, únicamente de un delicioso trabajo visual, asimismo queda condensada en cómo Shim dispone con destreza cada elemento, de un sencillo ‹travelling in› mediante el que regresar a una interacción, al empleo de una banda sonora que con sus tenues notas llena con sencillez cada rincón, por pequeño que sea, haciendo del debut de su autor un mosaico tan sincero que, incluso cuando parece dispuesto a otorgar nuevas capas a ese espacio que ya había sido ocupado por el espectador, acierta en base a un tacto que queda fuera de toda duda.
Larga vida a la nueva carne.