La reivindicación de un estilo-identidad que acostumbra a ser ignorado por su propia industria cinematográfica siempre es algo a celebrar. Sin duda, este es el caso de Paul Urkijo Alijo. Pensemos, pues, en la cantidad de productos fantásticos que acostumbran a distribuirse en nuestro país. Y, entonces, hagamos el mismo ejercicio con la de títulos hablados íntegramente en cualquier lengua peninsular que no sea el castellano. Solo por eso (y también por la valentía que se percibe en el pulso de la iniciativa), títulos como Errementari e Irati ya merecen, desde su pistoletazo de salida, todo nuestro apoyo.
Errementari era a la vez un trabajo ambicioso y sencillo. Su principal atractivo yacía en la habilidad de Urkijo por sortear las carencias económicas de la producción con soluciones artesanas muy efectivas. Todas ellas apelaban, con mucha elegancia, a la sugerencia y a la insinuación. Aquella austeridad, sostenida por cierta mala leche, encontraba un bello encaje con su tono fabulesco, rebajando exigencias formales y permitiendo ciertas concesiones en el marco narrativo, resaltando, al mismo tiempo, el trabajo artesanal de cada plano. En resumen, era un producto cuya alma nacía de su propia seguridad.
Algo de todo ello hay en Irati, la película con que Paul Urkijo regresa a la gran pantalla cinco años después de su debut cinematográfico. Pienso, sobre todo, en la inquietante secuencia que tiene lugar dentro de la cueva y en la naturalidad con que el director sintetiza la duración de los planos, dedicándoles el tiempo exacto que necesitan. Ello contribuye a la construcción de una película compacta, en absoluto exagerada y poseedora de un equilibrio plástico que no se tambalea en ningún momento. Su problema, de hecho, tiene cierta relación con esta solidez.
Porque, tristemente, Irati es una película que desprende poca vida. La firmeza con que camina impide que la pasión emerja en sus puntos climáticos, al tiempo que ata los personajes a las estrictas necesidades de una línea argumental que parece negarles cualquier rastro de autonomía. Es como si Urkijo hubiera dedicado todo su esfuerzo a gestionar el notable presupuesto del que ahora dispone, sin guardar energía para dar un alma a su trabajo (o tal vez olvidando forjársela, ahora que la falta de medios no está para estimular su ingenio).
Sin embargo, y como ya apunté un par de párrafos atrás, el nuevo trabajo de Urkijo también cuenta con algunos elementos de cierto interés (aunque sea solamente por su atipicidad). En especial, está el mero hecho de poder visionar una película de género fantástico hablada enteramente en vasco: Urkijo sí ha logrado, cuanto menos, un producto cuyo manejo presupuestario no desmerece el género al que hace honor (como mínimo en términos plásticos), algo que por sí sólo ya representa un emotivo gesto de inclusión para un sector poblacional de un país cuya normalidad incluye su desdeño (cuando no menosprecio). Sobre todo, tratándose de una película que, por primera vez, traslada a la gran pantalla un fragmento del imaginario de la mitología vasca en estas dimensiones.