«But they pulled me out of the sack,
And they stuck me together with glue.
And then I knew what to do.
I made a model of you,
A man in black with a Meinkampf look»
Daddy, Sylvia Plath
Familias las hay de muchos tipos: cariñosas, inquisitivas, permisivas, disfuncionales, inexistentes… El constructo judeocristiano occidental está tan arraigado en la formación de la identidad que es casi imposible no haber lanzado en algún momento ideas al aire sobre el tema, ya sea por poseerla o por todo lo contrario. La ópera prima del irlandés Colm Bairéad, The Quiet Girl (An Cailín Ciúin, Irlanda, 2022) —adaptación de Foster de la escritora Claire Keegan—, aborda con sencillez ese tema tan complejo sin apoyarse demasiado en la palabra para explicar el mundo interior de una niña que dejó de hablar y relacionarse porque su mera existencia levantaba la violencia. La sutilidad con la que el director, también guionista del film, establece las piezas y los códigos que vertebran The Quiet Girl, hace de ella una pieza en sus inicios poco intuitiva. Huye del drama de automatismos para hacer de lo que fácilmente sería una tragedia, un filme más tierno que triste, la historia de Cáit (Catherine Clinch), una niña que descubre lo que es el cariño, en ausencia de lo triste.
Pero no por eso la película es menos devastadora en sus revelaciones. Un ejemplo muy claro de esa delicadeza es el momento en el que a Cáit, recién llegada a casa de la prima de su madre, Eibhlín (Carrie Crowley) —con quien ha ido a pasar las vacaciones hasta que su madre salga de cuentas— se le propone ir a ver el pozo que tienen en su finca. La protagonista le pregunta si representa que eso no debería contárselo a nadie y la mujer le responde: «En esta casa no hay secretos, si hay secretos en una casa, hay vergüenza en esa casa», dejando caer la losa, levantando preguntas sobre qué secreto habrá guardado Cáit con su padre. La película se irá sustentando en torno a ese concepto: qué son los secretos, para qué sirven y a quién se protege con la opacidad de las de respuestas. En la película el silencio es un arma de doble filo que se emplea para no hacer palabra con todo eso que al nombrarlo se torna más real. El pozo es también un elemento conceptual por el que se atraviesan muchas verdades, de esas que también son dolorosas, pero al que hay que volver para hidratarse, un sitio donde una además puede ahogarse o hacer de su peso algo mas liviano.
The Quiet Girl convierte las vistas de postal de la romantizada pradera irlandesa en un campo donde buscar pistas entre la hierba, en la misma donde Cáit no querrá ser encontrada, como en el primer plano de la película donde está recostada entre los matorrales mientras sus hermanas la buscan, o en casa de los parientes de su madre de donde no querrá irse nunca. Y no solo será un viaje para Cáit, sino también para sus anfitriones, quienes tendrán que empezar a lidiar con su propia tragedia a base de encariñarse con Cáit. Si bien al inicio del film parece que la protagonista establecerá un vínculo muy fuerte con Eibhlín, según avanza el metraje se desarrollará una relación de confianza con Séan (Andrew Bennett), el marido de Eibhlín. Su nombre recuerda a Sean Thornton (John Wayne) de El hombre tranquilo (The Quiet Man, 1952) de John Ford, también ambientada en la Irlanda de las pastorales. Los dos personajes atraviesan un trauma con el que no saben lidiar y son ambos los que al hacer un esfuerzo para luchar por lo que es importante para los demás empezarán a procesar sus propios conflictos. La ternura trae ternura y el amor trae amor. Será con Séan con quien Cáit establecerá una relación ligada a cronometrar las carreras hacia el buzón, donde la herramienta de escape de Cáit se tornará en una vuelta constante al hogar.
Sustentadas las imágenes con una fotografía preciosista, de la mano de Kate McCullough, en los momentos de más calma de Cáit, en contraposición a la fotografía desaturada de la casa de sus padres, junto con un juego de desenfoques en sus planos con más detalle, ligados a la catártica experiencia que representa para la protagonista recibir cariño, el director irlandés se sirve del juego de opuestos bien marcado para explicar la dualidad de las contradicciones de Cáit. Lo mismo pasa con el sonido, donde un llanto del quinto hermano de la protagonista es asfixia, existe en otro lugar un canto de pájaro que la mece en una cama limpia, donde la luz se cuela entre unas cortinas que le otorgan el privilegio de la intimidad y el calor humano que tanto le es necesario. Un sitio en el que el silencio se convierte en una mera anécdota.