El ‹krimi›, subgénero criminal alemán llega a la sesión doble con incursión española por parte de dos míticos directores como son Eugenio Martín con su Hipnosis, dirigida en 1962 y Jesús Franco, que en 1971 dirigió en la Alemania del Oeste El diablo que vino de Akasawa.
Hipnosis (Eugenio Martin)
El director Eugenio Martín, al que perdimos recientemente, disfrutó en los sesenta una época en la que exploró el cine de aventuras y criminal alrededor de toda Europa. Así llegó hasta el ‹krimi› alemán a través de una ambiciosa coproducción entre Alemania, Italia y España en Hipnosis, donde mezclar la intriga, el crimen y la investigación policial a lo largo de un film de corte clásico que se apodera en ocasiones del sobrenatural para profundizar en su confusión.
Pronto todas las cartas quedan expuestas en Hipnosis, donde, tras una oscura y ecléctica escena que reproduce una elegante y tramposa experiencia teatral de magia, todos los personajes quedan retratados en unos pocos minutos, mostrando la muerte, el culpable, las motivaciones y el chivo expiatorio. Con este álgido punto de partida, Eugenio Martín se desvive desde ese momento por girar las tornas de la culpa angustiando a su protagonista, un joven y atractivo Jean Sorel, abocado a la desesperación por no dejar cabos sueltos que empañen su crimen perfecto.
A partir de aquí son múltiples las referencias al cine ‹noir›, subrayando unos personajes con alma de perdedores, detallando los movimientos a través de los objetos y fomentando las sombras y los planos angulosos que tan bien vistieron al cine germano durante el expresionismo. Dentro de los parámetros más convencionales del género, Hipnosis se atreve a prestar atención a un inquietante muñeco ventrílocuo del que parece beber el archiconocido Jigsaw. Su penetrante mirada y don de la oportunidad van minando la integridad del improvisado asesino al estilo de El corazón delator de Edgar Allan Poe. Ese arriesgado implemento tan fuera de las leyes del cine criminal convierte la acción policial en una especie de compromiso con los parámetros del ‹krimi›, yendo así el inspector de turno siempre unos pasos por detrás de las motivaciones de todos los presentes. También es admirable su inventiva para conectar muertes o intentos de las mismas inspiradas en los puntos de vista del elemento aniquilador por encima del interés de la víctima o el asesino.
Las mujeres se convierten en la clave de este thriller con tintes pasionales, jugando a la interpretación de los devaneos mentales que nos transportan una y otra vez a recordar su título y obsequiando con una imagen ajena a las ‹femme fatales›, que parecen accesorias pero son realmente importantes en la trama.
Lo que tal vez desmerece el conjunto sea su sobreexplicado final, como si estuviésemos en una interpretación de un crimen de novela de Agatha Christie, aunque este pequeño apunte no consigue que baje el nivel de tan elaborada trama, donde la culpa termina siendo más dictaminadora que todos los cadáveres que un hombre pudiese acumular en secreto, realizando una agigantada hipérbole del hombre que aprovecha la oportunidad hasta ser consumido por sus propios actos.
Hipnosis se convierte así en un magnético ejemplo sobre cómo destacar dentro de un subgénero sin adaptarse a sus reglas al 100%, donde su intriga vive más de los trucos y las trampas a las que invita la prestidigitación que de los hechos en sí, con algunas escenas para el recuerdo donde la inventiva a la hora de generar tensión de Eugenio Martín ya era una marca personal.
Escrito por Cristina Ejarque
El diablo que vino de Akasawa (Jesús Franco)
Infatigable en espíritu y acaparador de toda variante del cine de subgéneros, Jess Franco se vio en la imperiosa necesidad de abarcar una breve pero intensa etapa en el cine criminal y sus derivaciones, donde El diablo que vino de Akasawa se erige como uno de sus títulos más ampliamente representativos. Cumpliendo una de las máximas del ‹krimi›, adaptar a Edgar Wallace, el director madrileño despliega su artillería de tics visuales en una historia donde se mezcla sin rubor el hálito ‹exploit› del espionaje cinematográfico (con James Bond ya erigido en aquel momento como una eminencia iconográfica a explotar) y el habitual manierismo de erotismo visual marca de la casa, para mayor gloria de una Soledad Miranda que a punto de convertirse en aquel momento en todo un icono inmortal, acaba devorándose la identidad de la película. Ella es una agente del espionaje británico que, haciéndose pasar por bailarina profesional, asume el caso de la desaparición del profesor Forrester, quien ha descubierto una misteriosa sustancia en la exótica localidad de Akasawa; uniéndose allí al sobrino del desaparecido, se iniciará una investigación con un acomodado matrimonio del lugar como principales sospechosos.
Con la típica trama de enredo y con las usuales inconexiones argumentales de las que hacen gala una amplía mayoría de las películas de su autor, El diablo que vino de Akasawa es un electrizante relato en el que se da cabida la acción, el misterio, relevantes apuntes ‹sci-fi› y lo erótico, en el intento de enfocar una trama teniendo como germen el cine de espionaje que cubrió uno de los espectros más amplios del cine de consumo popular de la década de los 60. Franco enfoca la trama y sus derivaciones al estilo directo y sin fisuras de la novela ‹pulp›, pasando por alto las profundizaciones tonales y a favor de una cinta en la que se esfuerza en cada secuencia en ser fiel a los estamentos inmediatos del cine criminal de la novela “barata”. Su ejecución se plantea dentro un campo de acción exótico y luminoso, una ficcionalizada Akasawa (a la que dan ubicación algunas de las localizaciones reales más habituales en dentro del macro universo del cineasta), como un escenario en el que cimentar las bases literarias de las ficciones de consumo popular, pretensiones básicas que no desentonan con las típicas estridencias narrativas de Franco. De entre las facultades de la película se esconde la tremenda devoción que la cámara del cineasta siente por la que sería la primera de sus musas, Soledad Miranda; en los trabajos que ambos compartieron se esgrime una convergencia capaz de transmutar la propia personalidad de la película, coyuntura especialmente palpable en la coetánea Las vampiras, sin desmerecer disfrutar los apuntes estéticos a favor de la actriz que Franco tiene guardados entre los líos y enredos de espionaje urdidos en torno a la población de Akasawa. Miranda, absoluta estrella y punto de erupción de la película que aquí nos ocupa, se convierte en el nido creativo del erótico más sensorial de Jess Franco, alejado de las líneas más explícitas por las que iría derivando su filmografía años después.
Con todo, y como sencilla y leal representación de la manera en la que hálito novelesco del ‹krimi› se encorsetó dentro del espíritu desprejuiciado de la industria europea de géneros y subgéneros, El diablo que vino de Akasawa se redime dentro del cine de culto como una pieza capaz de dramatizar en lo cinematográfico las características ágiles del ‹pulp›, poniendo en evidencia la facilidad de su creador por la elaboración artística erradicada en el libertinaje y la anarquía conceptual, con el plus de contar con todo un fenómeno cinematográfico de imborrable recuerdo como Soledad Miranda.
Escrito por Dani Rodriguez