La realidad siempre es la mayor historia de terror jamás contada.
Hugo Covarrubias nos traslada a un punto inconexo con la realidad en Bestia. Hay dos formas de afrontar este pequeño y potente relato en ‹stop motion›: desde la más absoluta ignorancia, sin conocer previamente la historia que inspira este conceptual ensayo de violencia o con el poder sobre nuestras manos de haber investigado toda la realidad que abraza su experimentación visual.
En crudo, desde la más absoluta inopia, la experiencia es sorpresiva e intrigante, nos enfrentamos a unas repetitivas inquietudes por parte de una mujer de rostro de porcelana inquietante y oscura, cuyos movimientos no hacen más que desconcertarnos al saber dibujar una constante a través de la rutina y la ensoñación más desoladora. Covarrubias es detallista en todos los objetos que rodean a la supuesta normalidad que dirige la vida de su protagonista. Se centra en los tejidos, en los alimentos, y va desplazando la atención al simbolismo que acarrean todos y cada uno de los elementos que pasan por las manos de los presentes.
El director nos atrae hacia una espiral donde la rutina va tiñéndose de terror. Ya no son simplemente sus elaboradas pesadillas que imprimen un carácter feroz a esta mujer, también es su comportamiento errático, desprendiendo de la historia cualquier tipo de privacidad para poder subrayar un concepto, el de una mente ajena a estímulos sociales, pero siempre en ebullición, que nos lleva directos a pensar que su funcionamiento se ha quebrado en el camino.
Bestia vive en silencio un relato que se inspira en un terror opresivo como fue la dictadura chilena y sus manos ejecutoras. En esta ocasión, se centra en Íngrid Olderöck dinamitando algunas de sus obsesiones, relatando a pinceladas algunos de los eventos más característicos de su vida, dando forma a una personalidad y un carácter a través de los pasajes más oscuros que esta podría inspirar. Se podría decir que la animación se alimenta de la crueldad desde un punto de vista donde la morbosidad está justificada al enfocarse como una caída libre sin aparentes consecuencias, una especie de infierno en el que se acomodan las personas que sí tienen rostro en el cortometraje, y que dan un significado macabro a la palabra “bestia”. El enfoque va más allá de su protagonista, el punto de vista es el mal en plena pureza y las consecuencias que lo envuelven, para pasar de una especie de diario rutinario en un universo donde no se puede distinguir la realidad del delirio, que retrata una condición que sobrepasa la figura de Íngrid, una más de las que ensucian la memoria histórica de un país.
No es la primera vez que se utiliza el ‹stop motion› en el cine chileno para retratar las aberraciones del pasado. Joaquín Cociña y Cristóbal León rellenaban lo conceptual un año antes con el cortometraje Los huesos, mostrando una constante de nuevas voces que liberan su modo de expresión por encima de los acontecimientos. Hay algo más, una sombra que persigue a los que debieran sentirse culpables y que ignoran mientras sus universos se van tiñendo de negrura.
Bestia demuestra con agudeza una pesadilla continua que, sin necesidad de imprimir un sentido liberador, obtiene ese terror injustificable con el que la realidad nos atormenta, ajeno a explicaciones, donde la ambigüedad toma un carácter atroz.