La tiranía de las redes sociales ha jerarquizado en cierta manera el modo en cómo nos comunicamos hasta el punto de transformar nuestros hábitos e incluso las formas de expresión empleadas. Matti Harju pone de relieve esta coyuntura en su ópera prima, Natura, que precisamente en su prolegómeno nos hace partícipes de un tipo de comunicación que, si bien ha devenido con el tiempo en rutina, no deja de arrojar un tipo de extrañeza por el hecho de dirimir determinados asuntos sin ni siquiera poder obtener un reflejo ya no emocional, sino en cuanto a fisicidad y gestualidad se refiere, ignorando así por el camino aspectos que relativizan el valor de una correspondencia directa, en la que no se pierda parte de aquello que nos define como seres humanos.
Este punto, que podría poseer una relativa importancia a juzgar por cómo hemos ido desacostumbrando nuestra forma de relacionarnos en ese aspecto, se erige como uno de los motivos centrales de esta Natura, en el que toda interacción parece forzada a ser realizada desde dispositivos electrónicos, incluso cuando dos sujetos de dudosa condición se unan para cometer un crimen vinculado, cómo no, a lo cibernético, a aquello inmaterial que cada vez es más presente en este mundo donde lo físico continúa expirando, perdiendo valía en pos de lo que ni siquiera podemos controlar.
De este modo, poco importa la condición de los personajes, emparentados en aspecto a los bajos fondos, pero sin embargo imbricados con nuevos matices que dirigen nuestra mirada hacia esas formas de comunicación, de reformulación de unas relaciones cada vez más pendientes de lo esporádico, del ‹selfie›, del ‹like› y de todos los ingredientes que dejan en mera anécdota esa concurrencia con el pasado al que regresan en algún momento los protagonistas. Así nos encontramos ante una suerte de introspección del presente a través de sus constantes, de todo lo que en menor o mayor medida ha terminado por someter tanto nuestros impulsos como (incluso) nuestros actos.
Natura se erige desde ese precepto como un thriller que subvierte precisamente las claves del género —en cierta manera, aunque salvando las distancias y en la forma de emplear el fuera de campo, como lo hacía del mismo modo John Cassavetes en El asesinato de un corredor de apuestas chino—. No obstante, en el debut de Harju ya no se trata de desplazar la mirada del espectador hacia ángulos muertos donde la acción no tiene lugar, sino también de hacer que ese atraco se vea sujeto a elementos a priori “ajenos” a sus impulsores, donde lo virtual obtiene una nueva parcela resignificando un acto incontrolable pese a la planificación inicial.
Es, de hecho, el plano de uno de esos dos personajes junto a su botín, el que dota de un motivo ciertamente irónico al film de Harju, algo ya promovido por conatos de humor negro que van asomando a lo largo del film, y que aporta una nueva valía a aquello que parece estar desvaneciéndose en tiempos modernos: lo material. Algo que el finlandés guía a través de una banda sonora puramente ambiental en algunos de sus episodios, haciendo de la quietud del plano y de su extensión —estirada deliberadamente— componentes que no sólo concuerdan con su naturaleza minimalista en esa narrativa seca, además refuerzan esa sensación de inacción, de suspensión que arroja en ocasiones el mundo de las redes sociales, convirtiendo Natura en un alegato tan sugerente como concienciado con nuestra extraña relación con un presente del que, poco a poco, parecemos más (o menos, según se mire) partícipes.
Larga vida a la nueva carne.