Hace justo 100 años, en 1923, Charles Chaplin estrenó su segundo largometraje, Una mujer de París (A Woman of Paris). Un melodrama que narra la historia de dos jóvenes enamorados que planean huir juntos a París. Pero un inesperado hecho dramático, hace que el hombre no pueda acudir a la cita para escapar. La mujer al final se marcha sola y encuentra acomodo en la alta sociedad parisina. Años después ambos se reencuentran, pero ya todo es diferente.
Tras esa obra magna del cine que fue su primer largometraje, El chico (The Kid) de 1922, Chaplin se embarca en un melodrama, no exento de crítica moral y social, que contiene dos elementos diferenciales respecto al resto de su obra. Por un lado, este es el único film en el que Chaplin no aparece como actor y por otra parte, hay una renuncia a la comicidad. De hecho, esta circunstancia debió resultar tan desconcertante para los espectadores de la época, que fue necesario que se advirtiera de la misma al inicio de la película. Además, marcó en buena medida el fracaso comercial del film (a lo que ayudó también sus problemas con la censura y los escándalos personales de la actriz protagonista, Edna Purviance).
Añadido a esto, la película también marca otros dos hitos en la carrera del director. Se trata del primer trabajo que realizó para la productora United Artist (fundada por Mary Pickford, Douglas Fairbanks, D.W.Griffith y el propio Chaplin) y al mismo tiempo fue su última colaboración con su actriz principal en el grueso de su carrera desde 1915 hasta ese momento, la gran Edna Purviance.
En lo que respecta al film en sí mismo, este sigue el esquema clásico del melodrama, en el que un terrible y desafortunado malentendido marca la vida de dos enamorados que, al reencontrarse, ven que las circunstancias y especialmente ellos mismos han cambiado de forma casi irremediable.
Encarnando a los principales personajes, la protagonista está interpretada por Edna Purviance. Sobre ella recae el peso principal de la trama y su presencia es prácticamente omnipresente a lo largo de toda la película. Purviance hace una excelente interpretación, llena de matices y muy contenida para los estándares interpretativos del cine mudo. A su alrededor, por un lado su primer amor, encarnado con solvencia por Carl Miller, y por el otro, como amante de la alta sociedad, espléndido en su ambigüedad Adolph Menjou, un tipo superficial y frívolo, pero con un punto de desenfado que le aleja del villano tradicional.
Chaplin realiza un film elegante, espléndidamente rodado, con su habitual cuidado extremo por los detalles y salpicado de sutilezas (que muchos han visto como un antecedente del estilo de Lubitsch), con una portentosa puesta en escena más propia del cine alemán de la UFA, que del Hollywood de la época, con un buen ritmo, pero que visto en perspectiva nos cuesta conectar con el resto de su obra. Ciertamente aparecen conflictos latentes en el conjunto de su filmografía, como la lucha entre ricos y pobres, la denuncia de la hipocresía o la redención final. Pero no es complicado entender que esta película aparezca algo desubicada en el contexto de la carrera de Chaplin. La renuncia a la comedia, la ausencia de Chaplin-Charlot en pantalla y el tempo pausado de un film, que no conmociona tanto como sí lo hacía The Kid y que además carece del vértigo y la trepidante acción del grueso de su obra anterior, convierte Una mujer de París en una ‹rara avis›.
Chaplin parece querer marcar un punto de inflexión en su carrera, realizando un film maduro, elegante, sin estridencias, en un ejercicio de contención donde la pareja protagonista no termina de estremecer al espectador al transmitirnos la tragedia que les rodea, y en el que el personaje antagonista se nos presenta con un punto amable y desenfadado, que impide considerarlo un malo absoluto al que odiar.
Chaplin pasa de la exposición descarnada a la búsqueda de matices, pero al mismo tiempo otorgando al azar y al destino incierto las dosis de relevancia que ya mostraba en muchas de sus obras anteriores. Chaplin parece querer desprenderse algo de sí mismo, no solo desapareciendo de delante de la pantalla, sino renunciando a muchas de sus señas de identidad, alejándose de Buster Keaton o Harold Lloyd y tendiendo la mano del maestro D.W. Griffith.
En cualquier caso, una película notable, recomendable, con un tempo que la hace perfectamente visionable hoy en día (a diferencia de muchas películas de la época), y que quizás no provoque las emociones exacerbadas de otras obras de su autor, pero que sin duda no deja de ser un ejercicio de gran cine influyente en muchas obras posteriores.