No es la primera vez que Todd Field se aferra a envolventes sonidos para entramar una potente historia. Meticuloso y elegante, su primera película ya estaba acompañada de una insólita madurez a la hora de narrar un drama que más que sorprender, iniciaba un universo propio afincado en la cotidianidad y la cercanía, una de esas miradas que con su proximidad al público pueden remover emociones con mayor eficacia.
En la habitación (In the Bedroom, 2001) nos promete un cómodo paseo por una historia de amor en sus primeras imágenes, unas que evocan algo bucólico al estilo Esplendor en la hierba, que huele a verano, a pasión amorosa, a día luminoso que nunca va a terminar. Pronto nos acercamos a lo terrenal, a un verano en un pequeño pueblo costero de Maine, allí donde pescan langostas, la industria se nutre de ello, la gente se conoce en los barrios y la imperfección los hace imprevisibles y a la vez salvajemente apegados a su naturaleza. Todd Field adapta Killings, el relato corto de Andre Dubus, haciendo que algo como el amor de unos padres sea tan atemporal como lo que aquí acontece.
Para ello confía en Tom Wilkinson y Sissy Spacek para convivir de cerca con esos primeros pasos en el mundo de los adultos de su único hijo. Aunque ellos no son los efusivos amantes sí son el centro de una narración que sobrevive adaptándose al ritmo de sus personajes, que habitan un mundo confiable y se aferran a todo tipo de estímulos cotidianos. Se podría decir que Field es un experto en crear un entorno seguro y acomodado, donde dejar que el tiempo pase y las buenas vibraciones fluyan con soltura. Pero es solo una de las partes en las que nos sumergimos, puesto que el director está preparado para recordarnos la vorágine a la que la sociedad se enfrenta y, por lo mismo, sabe ser implacable a la hora de focalizar la violencia y la desesperación. Es apenas un apunte para dar un brusco giro a los acontecimientos, pero resulta realmente opresor e incómodo, a la altura del insoportable dolor que quiere representar. Porque En la habitación es un film afianzado en los reveses que da la vida sin previo aviso, donde diagnosticar de cerca los elementos que conforman a una familia normal, llena de detalles que les definen más allá de sus palabras, a través de los objetos con los que se rodean, de los gestos que sugieren por encima de sus afirmaciones. No es su única preocupación, hay un análisis profundo de la desvirtuada concepción de la justicia norteamericana, evocando con hechos la opresión que ejerce el poderoso frente a aquellos que obran según esa en ocasiones mal entendida justicia divina, que necesita de la mano del hombre para materializarse. Es algo que nos permite sentir la película como un precipicio al abismo del terror, sin romper en ningún momento esa dinámica que representaba a sus protagonistas: la cotidianidad.
Los gestos se materializan a base de repetir rutinas. Si durante su primera parte disfrutamos de la concepción de esa normalidad del día a día que parece tocar con las yemas de los dedos algo parecido a la felicidad, en el segundo tramo compartimos esos mismos momentos con ligeros cambios donde aflora la tensión y la tristeza sin ser estos sentimientos acuciantes ni impropios. Field convierte el duelo en un juego de espejos y de cristales donde reflejar el dolor de unos padres que, en cambio, no somatizan sus sentimientos ante los demás, aunque nosotros seamos partícipes de esos imperceptibles cambios en su semblante o su rutina. La austeridad de Spacek y el pulso desarmado de Wilkinson nos invitan a abrazar la desesperación ante esas silenciosas alarmas que no les permiten aferrarse a su autoimpuesta normalidad, y que van minando su integridad ante una justicia no tan ciega como se le supone.
Nos perdemos entonces en los sentidos, con una banda sonora serena pero igualmente hostigadora, acompañada asimismo por unos cantos en los que es implícita la memoria (Tár no era la primera aproximación a la música del director, siendo aquí Sissy Spacek la directora de una coral), donde la vista no impide esquivar el mal disfrutando de la libertad o recordando su procedencia familiar en cada valla publicitaria de la ciudad, donde los oídos no son ajenos a la sonoridad de aquello que resulta mundano para la mayoría, con el olfato pegado al océano y lo que allí acontece, además de esa necesaria distancia física frente al dolor incipiente que reduce el tacto a la nada.
Huye así de la manipulación, nos ofrece su particular visión del duelo y nos confía unas interpretaciones espectaculares dentro de su estudiada contención, capaz de separar esa forma de interpretar cualquier acontecimiento, siendo opuestos los comportamientos del padre y la madre, sin por ello estar dispuestos a dejar de complementarse en todo momento. Su final va un paso más allá de la resolución de un thriller, pues no abandona su meditabundo estudio de personajes, no deja desamparados todos esos sentimientos que no permiten entrar en conflicto con su aprendida normalidad, convirtiendo En la habitación en una película auténtica, de las que no resulta fácil desprenderse, unos primeros pasos en el cine que nos seducen con su devastadora y rutinaria sinceridad.