«Si tú crees en el Conejo, significa que creerás cualquier cosa.
Si no crees en el Conejo, significa que no creerías en nada.»
Esta sentencia un tanto mística, que sirve de introducción al último cortometraje de Atsushi Wada (El Gran Conejo, 2012), puede sintetizar también la naturaleza problemática de su arte, donde la clave es la misma arriba enunciada: creer o no creer en el trabajo de Wada. Una cuestión de fe que no tiene fácil solución, pues el japonés se entrega a su particular y hermético universo creativo sin importarle lo más mínimo el qué dirán. Y es en esa incómoda inconsciencia, en esa libertad a la hora de parir y exhibir fantasías profundamente privadas, donde su obra logra realmente seducir al espectador. Es como contemplar el arte ensimismado pero extrañamente hipnótico de un autista que parece dibujar únicamente para sí mismo.
Los principales enemigos de Wada son claramente el tedio y el espíritu críptico que anima sus narraciones. Ambos enemigos, por descontado, totalmente deliberados, casi se diría que buscados con ahínco y fijación. Tanto en El Gran Conejo como en su cortometraje previo, En el ojo del cerdo (2010), Wada plantea una serie de rituales anómalos en torno a animales que inspiran un respeto místico y sagrado entre un pequeño grupo de personajes. Los cortos del japonés se limitan a ilustrar estas ceremonias surrealistas, de sentido difuso o inalcanzable, basadas en una serie de repeticiones que, a fuerza de obsesivas, acaban resultando perturbadoras.
Interesa especialmente el modo en que Wada juega con el fuera de campo para incentivar la curiosidad del espectador, recurriendo a brutales primeros planos en los que la acción aparece de forma esquinada e imprevisible, impidiéndonos distinguir claramente qué está sucediendo en pantalla, cuál es el objeto de lo que están realizando los personajes. Asimismo, su diseño se ampara en una desproporción física que es a un tiempo feísta y mesurada, que atrae pese a lo grotesco de sus dimensiones. Quizás, también, por la delicadísima línea que define los contornos del dibujo, así como por la exquisita paleta cromática utilizada por Wada, basada fundamentalmente en una serie de colores suaves y pálidos que buscan antes la armonización que el contraste.
Esta plácida elegancia formal, que bebe en gran medida del arte tradicional nipón (su estética minimalista remite antes a Hokusai que a cualquier figura del manga o del anime que yo conozca), tiene su revulsivo en la grotesca imaginería narrativa que antes comentábamos, presente tanto en El Gran Conejo como en En el ojo del cerdo. En este último quizás algo más, pues no se centra tanto en la reiteración de acontecimientos como en la descripción del día a día de la familia protagonista y su interacción con el cerdo del título (de dimensiones gigantescas); quien haya visto Visitor Q es probable que reconozca algo del humor cruel y absurdo de Miike en lo que nos narra Wada, no tanto por el componente violento (poco presente) como por la excentricidad algo desasosegante de todo lo que sucede en pantalla (muy hipnótica e inquietante la imagen del anciano dirigiéndose a la ventana… y saltando).
Pese a la brevedad de su obra, me intriga enormemente saber cuáles serán los próximos movimientos del japonés. Porque, aunque sus cortometrajes han tenido cierto éxito en diversos festivales (El Gran Conejo ganó el Oso de Plata en el último Festival de Berlín), siento que la fórmula empleada se empieza a resentir. De hecho, ya El Gran Conejo no funcionaba del mismo modo (o con la misma fuerza incómoda y desestabilizadora) que su anterior y sorprendente trabajo, En el ojo del cerdo. ¿Habrá llegado Wada a un callejón sin salida? Tendremos que seguirle la pista para comprobarlo.
Muy interesante, Nachete :). He visto alguna cosa suelta de este señor, pero justamente no estos dos que comentas. Habrá que seguir profundizando en su obra. Por cierto, «(El Gran Conejo ganó el León de Plata en el último Festival de Berlín),» en Berlín se da el Oso, el León es de Venecia :P.
Conejos, cerdos, osos, leones… La fauna me confunde :P