Mientras el cine de terror parece estar experimentando un pronunciado declive a raíz de la reiteración de lugares comunes y la confluencia de mecanismos cada ves más interiorizados al mismo tiempo que inefectivos, el fantástico continúa un proceso de regeneración desde el que precisamente invocar terrenos o realidades colindantes sin necesidad de apelar forzosamente a esos rasgos que definen el género. En ese sentido, Jacky Caillou, debut de Lucas Delangle, que admitió haber enfocado su debut en la dirección con un tratamiento alejado del carácter fantástico que proveen algunos de sus elementos, apuntala las constantes de su relato desde una materialidad manifiesta mediante el relato de un joven cuya ausencia paterno-maternal es mitigada por la presencia de su abuela, quien a su vez ejerce como curandera y es visitada de forma recurrente por los habitantes de la aldea. Así, el rito emerge como proceso en el seno de la familia, donde la confianza deviene un elemento clave, y Jacky Caillou, el protagonista, intenta otorgar continuidad a esa práctica con la cual poder establecer una mirada, si bien distintiva, terrenal y de alguna manera cercana para con quienes deciden acercarse al hogar de la curandera para exponer su particular tesitura.
Aunque a partir de una perspectiva, como decíamos, realista, donde emergen todo tipo de detalles a través de la cámara de Delangle —desde su acercamiento a los cuerpos como objeto de sanación, o al del propio protagonista poniendo atención sobre esos tatuajes, a la sensibilidad con que filma la partida de la abuela—, Jacky Caillou complementa esa crónica con una mirada que por momentos se muestra humorística y, en parte, precisa el tono ligero de la obra: en ella el cineasta francés rehúye cualquier atisbo de dramatismo impostado, incluso cuando al personaje central se le presente un caso que arroja cierta desazón palpable sobre el periplo de una joven muchacha. Así, entre un naturalismo reforzado en todo momento por los matices de una fotografía que nunca aleja su prisma de lo bucólico de sus parajes, y de lo casi fabulesco que se sustrae de esa singular cualidad que acompaña al protagonista, el film se alza como una pieza en ocasiones intimista donde el proceso se comparte y la transición tras el rito no es sino un modo de dotar de una dimensionalidad distinta a la relación entre sus personajes, suspendida en cierto modo por ese vínculo creado a raíz de ese poder sanador.
Jacky Caillou explora desde esa coyuntura una naturaleza inapelable que encuentra tanto en el periplo del protagonista como en la imposibilidad de ese personaje femenino de renunciar a ella el motivo por el que pronunciar un discurso que, en consecuencia, no surge tanto a raíz del componente fantástico sostenido por Delangle como de una esencia sujeta a nuestras realidades. De este modo, tanto la aflicción como su supuesta cura no son más que mecanismos desde los que aludir a esa esencia: al igual que el desvío genérico que parece tomar en algún momento Jacky Caillou, más que funcionar como mero pretexto —uno de los males endémicos de este tipo de cine actualmente—, lo hace como conductor que en ningún momento apela directamente a sus constantes. Y es en ese gesto, el de comprender a la perfección su circunstancia, donde el debut del cineasta galo se eleva, logrando que ese modesto aparato sobre el que se construye termine siendo una de sus principales bazas, concretando a través de su mirada naturalista uno de esos ejercicios que fluyen por lo que son, no por lo que podrían (desearían) haber sido.
Larga vida a la nueva carne.