Vicenta madre, Vicenta bruja, Vicenta negra… es un nombre extraño y muy masculino para un personaje que encarna varios arquetipos de una feminidad marginal (al menos por su poder en la historia), y a pesar de sus ya cincuenta y tantos años esta señora conserva un cuerpo vigoroso y lleno de juventud, un cuerpo que no teme a la desnudez, ni a la huella del tiempo.
Los ritmos de la vida cambian y la historia comienza en uno de esos periodos fundamentales para cualquier individuo, el momento en el que los hijos abandonan el hogar, ese momento en que a pesar de la sangre hay dos miradas incompatibles, pues la juventud anhela horizontes lejanos y rostros extraños mientras la vejez de los padres es aún incapaz de comprender la madurez de sus retoños. Así la soledad sobreviene y con ella un divagar entre ritos, relatos abandonados, rebuscando en ex-maridos y comadres con los cuales poder recomponer o reestructurar el cauce vital que ahora aunque no se quiera ya no puede depender del apego al ser engendrado.
Hay belleza en los paisajes de una Cuba envejecida, en la vitalidad de los colores de una pintura que se resquebraja en las paredes y que arropa entre sombras y texturas a la negra piel de Vicenta.
También hay un acercamiento interesante a las tradiciones chamánicas, místicas o de lectura de cartas y demás que la película trata de vincular con el pasado esclavista de la comunidad afro, entendiendo esta filosofía o forma de ver el mundo como un legado a defender con un carácter anti-colonial. En este sentido la película no cuestiona tales creencias, más bien todo lo contrario ya que los presagios se cumplen a cabalidad y los personajes tienen de verdad el poder de entrar en contacto con el futuro y pasado de los demás.
El problema recae en una falta de concreción entre temas, y en especial en el desarrollo de subtramas que por momentos parecieran convertirse en la principal pero que no conectan de manera lógica o al menos con la suficiente fluidez, pues a la partida del hijo sobreviene la irrupción de una joven que presiente un destino funesto sobre sí; esta chica que viene a pedir lectura de cartas abre un nuevo capítulo en la vida de Vicenta, capitulo que no tiene una finalidad más allá de alargar la trama y hacer tiempo mientras Vicenta desarrolla los sentimientos de pérdida por su hijo, tanto así que la tragedia, el desagrado o demás agregados que llegan con su presencia se sienten ordinarios e irrelevantes. Algo propiciado por la falta de conexión y desarrollo, pues es evidente que la cinta se esfuerza por esconder misterios detrás de estos nuevos personajes pero es incapaz de llevarlos a sitio alguno. Además, el guión te sorprende de manera negativa introduciendo en el último tramo reflexiones forzadas sobre la brujería que parecieran desviar la lógica del problema inicial (la partida del hijo) por alguna especie de falta de fe nunca antes señalada por parte de Vicenta, y si a eso sumamos un final confuso, críptico y que recuerda al Un tipo serio (A Serious Man, 2009) de los hermanos Coen dejando al espectador sin saber qué sentir o entender exactamente de todo el recorrido.
Lástima, pues entre lo negativo también hay detalles interesantes, en especial en el trabajo de arte y fotografía, pues la construcción de escenografías es la idónea para habitar la realidad de una cuba llena de tradiciones africanas, además de esa valiosa representación de ritos chamánicos con cantos e individuos que por su corporalidad se captan como verosímiles en medio de estos saberes.