El mundo se desmorona desde cualquier punto de vista. Diego Lerman parece preparado para resolver el rompecabezas en el que se convierte el protagonista de su última película. Lo observa desde diversos ángulos, con un cristal mediante, una especie de Alicia a través del espejo reconvertida en hombre, erudito, hijo, suplente. A través de esos cristales, mediante esos reflejos, se va entonando un personaje inspirado y atrevido a punto de encontrar su lugar en ese mundo que se resquebraja, y es esa la verdadera esencia de El suplente.
La nueva película de Lerman subraya el suspense en una historia llena de espacios ya visitados con anterioridad, dispuesto a enriquecer lo cotidiano con el disturbio social. A partir de Lucio, un hombre cada vez más desencantado con el elitismo imperante en el mundo de las letras, nos encontramos en un instituto de barrio en el que ha de trabajar como profesor suplente de literatura. Podría esto confundirse con cualquier película en la que alguien llega a un centro de periferia donde se encuentra con alumnos tan desencantados con el mundo como el propio profesor hasta que juntos crecen frente a las adversidades, y no estaría mal visto, porque el fondo lo comparte con esa manida fórmula. Lo que realmente interesa de El suplente está fuera de las puertas de esa clase. No tanto en su interacción familiar (donde encontramos a Bárbara Lennie repitiendo tras Una especie de familia o a la propia hija del director, Renata Lerman) o su interés por salvar a un alumno de las garras de las mafias y las drogas, sino en su confrontación con cada uno de estos hechos, su intimidad.
El director demuestra pericia al reconstruir con su cámara tanto los suburbios argentinos como el ensimismamiento de Lucio, lo que pasa es que la historia no mantiene ese mismo ritmo de vaivén. Se podría decir que los actores dinamitan papeles sencillos, sobresalen por encima de sus labores estilísticas, sin conseguir una acertada cohesión en la que convertir el film en una de esas enseñanzas inolvidables. Más bien consigue entretener nuestra atención sin dejar un peso reflexivo a su final.
Como en otras ocasiones, se utiliza la enseñanza como pie para enfrentar las grandes dudas universales con los intereses de los más jóvenes, un modo de hacer partícipe esa idea de profesor transgresor encontrando su manera de conectar con las preocupaciones de otros, ajenas a su estilo de vida, aunque gracias al personaje de Alfredo Castro se evite esa candidez sobre la situación real del lugar en el que se encuentra, convirtiéndose en una guía acertada, para así poder permitir que la calle tenga su propia voz en la película, y la intriga tome partido sin tener que recurrir a otros géneros tan manidos como el thriller o el policíaco. De un fondo a otro fondo.
Ese carácter social que se repite en cada película de estas características invita a pensar en algo más que falta de ideas, en realidad supone un estancamiento social que vibra en la misma dirección sin importar el país o la época en la que se sitúe el conflicto. De todos modos, Lerman no parece desear que su narración se aferre a un maniqueo drama, sino ampliar miras frente a aquello que oprime a este colectivo. También tiene esa parte de algarabía triunfadora de profesor que se gana el respeto de aquellos que le rodean, que parece algo que deben cumplir las películas de esta temática y que rompen con la determinación de hacer prosperar la integridad de un personaje, pero sí equilibran el esfuerzo acometido durante la jornada escolar. Se agradece la implicación de Juan Minujín, aunque quizá un poco de riesgo, de impacto, conseguiría un suplente que debiera ser siempre titular.