Cuando un personaje mira a cámara en el cine puede estar comunicando muchas cosas, pero todo depende del papel que juegue ese instante de ruptura de la cuarta pared en relación con el resto del film. Toda película que se enorgullezca de poseer verdad está estructurada como una composición, según la cual cada una de sus escenas está cohesionada y en constante dialéctica con el discurso, mientras apela a una universalidad. Se puede pensar en la célebre clausura de Los 400 golpes, donde el joven Jean-Pierre Léaud inaugura el ciclo Doinel devolviéndole la mirada del espectador, o en esos escasos segundos donde Charlie Chaplin constata su aflicción al público en la escena de El chico donde le toma el pulso al niño, que está enfermo. Allí, la máscara de Charlot se disuelve completamente, y Chaplin emerge de pronto, como cuando en El gran dictador emite uno de los discursos más famosos que se hayan rodado.
En esta dirección, El espejo, de Andréi Tarkovski, es una de las películas más bellas y poéticas que se han compuesto jamás. Entre sus extraordinarios pasajes pueden rescatarse unos minutos que el cineasta le dedica a la Guerra Civil Española, que no son sino unas imágenes de archivo pertenecientes al documental España (Ispaniya), de Esfir Shub. El film, que esconde duros testimonios gráficos de las postrimerías del conflicto, data de 1939, y se articula en una sucesión de materiales visuales centrados en los ciudadanos españoles republicanos. Hay unos minutos dedicados a aquellas personas que se vieron obligadas a emigrar a otros lugares, o que no tuvieron más remedio que enviar a sus hijos refugiados a países europeos, entre ellos Rusia, ante la nula posibilidad de un futuro digno. En ese flujo de imágenes, que discurre entre abrazos y despedidas, nos damos de bruces con una niña sujetando un muñeco que, de entrada, está mirando hacia el extremo derecho del cuadro. Sin embargo, algo capta su atención e inmediatamente se gira, cruzando sus ojos con los nuestros. Lo que parecía ser una facción de curiosidad por entender a qué se debe tanto alboroto, termina derivando en una mueca rara, imprevista, y que evidencia la capacidad del cine de dialogar con lo azaroso, siempre que exista una actitud de predisposición por parte del realizador. Esta micro-escena hace partícipe al espectador de forma inmediata, es la captura de un gesto ambiguo y misterioso, posiblemente causado por el asombro de la niña de tener enfrente el equipo de cámara. O quizá de visualizar otra cosa detrás y, posiblemente, algo abyecto, dado el contexto. En todo caso, es un fuera de campo visual que no pudo ser suturado, y de aquí en parte proviene la fuerza expresiva que palpita en esta imagen.
Canta Ana Belén: «España camisa blanca de mi esperanza, reseca historia que nos abrasa». España es un documental que desgraciadamente ha quedado sepultado bajo los sedimentos del olvido. Georges Didi-Huberman, en las primeras páginas de sus Ensayos sobre la aparición, compara el batir de las mariposas con el movimiento de la imagen asociada a lo real, o debiera precisarse lo real de la imagen. Éste, de un modo análogo a la sístole y la diástole del corazón, aparece y reaparece constantemente. La presencia en pantalla de la pequeña es una fuerte irrupción de lo real, un destello de autenticidad no calculado en el planteamiento previo a la filmación. En España, el gesto de extrañeza de la niña queda truncado, en lo que es la única mala decisión de montaje de toda la película. Tarkovski tiene el olfato creativo para dejar respirar la toma unos segundos más, provocando que la imagen de la pequeña se quede grabada para siempre en nuestra retina. Además, el cineasta incluye el sonido de un tren que se acerca, generando una ligazón metafórica con el cuerpo que reacciona ante lo que ve. Por si fuera poco, el efecto que nos deja el instante es como si acabáramos de despertarnos de una pesadilla y aún retuviésemos alguno de sus fragmentos, cada vez más borroso en la memoria. Porque todos somos esa niña, esa imagen superviviente de un pasado lóbrego que viene a llamarnos a la puerta. Un rostro de inocencia que apenas sí tiene la capacidad para valorar la barbarie que sucede a su alrededor.
Jean-Luc Godard erraba cuando clamaba que el cine había fracasado al no filmar el interior de los campos de concentración. El cine moderno encabezó la memoria visual de la segunda parte del siglo XX gracias a instantes de este calibre, exhalaciones de unas imágenes que quedaron suspendidas en el tiempo, y que tuvieron la vocación de esculpir la singularidad del cuerpo humano abierto al infinito.