Hace unos días, discutía con una buena amiga sobre la naturaleza de la comedia romántica como género cinematográfico. Ella, como detractora ferviente de este tipo de filmes, vapuleaba a cualquier producto catalogado con dicha etiqueta genérica aludiendo a lo absurdamente blando de su contenido y, principalmente, a la previsibilidad que exhiben unas historias en las que no hay cabida a la sorpresa.
Rindiéndome a la evidencia, no le puedo quitar la razón en esos dos puntos, pero, como dije para rebatir su argumentación, lo importante en una comedia romántica no es su planteamiento, nudo y desenlace, sino todo el camino que conduce hasta el tercer acto. En el caso de Un invierno en la playa —absurda traducción para Stuck in love—, dicho camino está poblado de una gama de matices, detalles y un encanto particular que hacen que la cinta, opera prima de Josh Boone, destaque sobre sus congéneres.
Un invierno en la playa nos pone en la piel de tres generaciones de escritores dentro de una misma familia, ahondando, como es menester en el género, en sus devenires amorosos. Esta pluralidad de edades en el elenco de protagonistas es una gran plusvalía para el filme, aportando tres historias amorosas de carices radicalmente diferentes que, no sólo dotarán de variedad a la cinta, sino que la harán accesible a un mayor rango de espectadores potenciales.
Por un lado tenemos a Rusty, el hijo pequeño, neófito en el romance, con su primer amor de instituto idealizado e inalcanzable, sus mariposas en el estómago y sus explosiones de sensaciones antes desconocidas para él. En el siguiente escalón, Samantha; universitaria, exitosa, inteligente y con una importante fobia a las relaciones amorosas. Y, para terminar William; el padre de familia, escritor de renombre, divorciado y con ese miedo a quedarse anclado en una relación pasada y que se le pase el arroz.
Es complicado no verse reflejado en cualquiera de los tres personajes principales de Un invierno en la playa —si no en varios— y empatizar con ellos, ya no sólo por lo universal y arquetípico de sus personalidades y conflictos emocionales, sino por lo redondos que resultan sobre el papel, y lo vivos que se muestran en la pantalla. Esto consigue materializarse gracias a la genial fusión entre el guión —obra del propio Josh Boone— y el excelente reparto encabezado por Greg Kinnear —Pequeña Miss Sunshine—, y el creíble dueto madre-hija compuesto por unas Jennifer Connelly y Lily Collins, cuanto menos, encantadoras.
No esperéis virguerías a nivel formal ni un despliegue técnico de los que hacen que se caiga la mandíbula al suelo. Un invierno en la playa es una película de personajes y emociones —aderezadas, eso si, con una banda sonora deliciosa y algún que otro momento especialmente atractivo visualmente—. Una película que, parafraseando de nuevo a mi amiga, es «blanda y previsible», pero posee un encanto natural y una mezcla tan equilibrada de momentos dramáticos y cómicos que, abandonando prejuicios y dejándonos llevar, hará que disfrutemos de una hora y media repleta de sentimentalismo y diversión.
Uno de los personajes de Un invierno en la playa divide a las personas en dos tipos: «románticos empedernidos y realistas». Da igual a cual de los dos patrones te asemejes, porque el debut de Josh Boone posee elementos para cautivar a ambas tipologías de espectador, e incluso, por qué no, de conseguir que cambien, ni aunque sea un ápice, sus perspectivas mientras dura la proyección.
Si, es otra comedia romántica más, pero es una de esas que tiene… «algo especial».