El cineasta parisino del que ahora se estrena Dilo alto y fuerte tiene una filmografía compuesta por ocho largometrajes, un corto, telefilmes y episodios para series de televisión. Siempre fiel a sus orígenes, localiza sus guiones en la ciudad de Casablanca, salvo alguna incursión por Egipto como en Whatever Lola Wants (2007) o Tánger en su ópera prima, Mektoub (1997). Pero siempre son producciones que se desarrollan en el país norteafricano y reflejan su sociedad sin miedo a los prejuicios ni a las reivindicaciones. Visto de esta manera, Ayouch debería ser uno de los autores clave del cine contemporáneo, sobre todo desde el mundo árabe. Por la temática que aborda, su visión sobre la juventud, varios rasgos comunes en sus obras y su profesionalidad narrativa. Sin duda, si no fuera por un obstáculo tan arrogante como evitable como somos los propios divulgadores cinematográficos, tan prejuiciosos, ya sea en medios impresos, audiovisuales o internet. Mea culpa. Incluso yo mismo manifesté un entusiasmo flojo por su largo previo, Razzia, aquí, en Cine maldito. Un análisis que no destrozaba la factura del film, de calidad evidente, aunque sí algunas de sus soluciones en montaje y estructura, en cuanto a la gradación de los acontecimientos; escenas en montaje paralelo que tampoco resultan perfectas en otras famosas cintas de reputados directores, a los que no reprochamos nada. Esta declaración tampoco sirve de disculpa porque lo que ya se escribió, ahí queda reflejado. Pero Ayouch quizás merece una revisión de su cine, por su empeño en hacer un cine de aproximación social, sin olvidar la denuncia o la crítica a esas reglas del sistema. Pero siempre por mecanismos narrativos cinematográficos, buscando esa épica realista en la ficción, no solo en arengas o discursos.
Un gran ejemplo es su segundo largometraje, Ali Zaoua, príncipe de Casablanca. La historia se articula en torno a una pandilla de chavales que viven en las calles de dicha ciudad marroquí. Un grupo más familiar por amistad que por consanguineidad, formado por cuatro niños menores cuyo líder natural es Ali, un príncipe de la calle, envidiado por sus enemigos y admirado por sus tres compañeros; además de un viejo marinero junto al que quiere surcar el océano en su barco. Durante la tumultuosa lucha entre la pandilla y otra banda callejera, una pedrada termina con la vida de Ali. A partir del accidente mortal, la cámara elimina al supuesto protagonista del título, repartiendo el interés entre los tres amigos supervivientes. Kwita, Omar y Boubker, que quieren devolver la dignidad a su amigo desaparecido, Ali. Buscan dinero vendiendo collares de conchas hechos con sus manos; también, cigarrillos o dulces a los conductores en las paradas de los semáforos. Mientras, van componiendo las piezas del rompecabezas que supone Ali para ellos, mediante el encuentro con la madre de la que huyó siendo niño. Un espíritu fraternal que los mantiene juntos con el deseo de dar un entierro religioso y digno al fallecido.
Por una parte el director y coguionista recoge la herencia literaria de Charles Dickens, con ese cosmos de adolescentes que viven en la calle, así como la de la picaresca española. Sin idealismos porque esnifan pegamento, usan tretas para poder sobrevivir y funcionan por sus códigos o rencores. También conecta con Susan E. Hinton, captando ecos de Rebeldes y La ley de la calle, las adaptaciones de dos novelas de la escritora hechas por Francis Ford Coppola en los años ochenta. Dialoga con la mitología de los amigos, las trampas de la vida y los peligros de los suburbios. Logra secuencias terribles tratadas fuera de campo, como la supuesta violación a Omar en el autobús abandonado. Usa los planos aéreos de dos torres gemelas en Casablanca que simbolizan la unión de los amigos. Se anticipa varios años al Dogville de Lars Von Trier, cuando Omar le reprocha a Kwita que haya hecho sus necesidades en la cocina; entonces la cámara muestra desde un picado en aplomo que hay marcas de tiza separando el suelo del dique sobre el que duermen y viven a diario, un detalle fugaz que da muestras de los pensamientos de los chicos. También se anticipa a Tarantino, en el uso de los ensueños de Kwita mediante secuencias de animación, entre el colocón del pegamento y el enamoramiento que siente por una estudiante en un colegio.
Ali Zaoua, príncipe de Casablanca merece la pena sobre todo por ser una película de vocación atemporal, aunque su acción transcurra en el año 2000, durante el que fue rodada. Por entrar en esa categoría de películas de carácter juvenil que trascienden su etiqueta y se sitúan en el cine con mayúsculas. En el camino de Los olvidados, El pequeño fugitivo, Los contrabandistas de Moonfleet, Viento en las velas, La costa de los mosquitos o Un lugar en ninguna parte. Un film que ahora, sin censura pero con la corrección y acoso de redes sociales, crearía problemas a sus responsables por la visión directa a la marginación infantil sin edulcorarla, así como un punto de vista respetuoso hacia los personajes, aunque sin santificarlos. La sugerencia de los sucesos antes que la evidencia en una puesta en escena que consigue llegar a la misma mitología cotidiana que lograban sus antecesoras. Una película maldita que tarda ya, en ser recuperada por plataformas, canales de televisión y resultaría perfecta para el debate social.