Entrevistamos a Santiago Fillol, director de Matadero que recientemente llegó a cines en España, conocido también por ser un colaborador habitual de cineastas como Oliver Laxe y profesor en instituciones como la Universidad Pompeu Fabra.
Arnau Martín: Hay un pasaje del texto de Esteban Echevarría que dice «no quedó en el matadero ni un solo ratón vivo de muchos millares que ahí tenían albergue». La primera pregunta que te quería lanzar era en relación a la propia adaptación, cómo te sentías tú a la hora de poner en imágenes tan evocadoras metáforas, y si sentías un cierto respeto, lo que siempre se dice.
Santiago Fillol: Sí, total, es un texto fundacional que marca muy profundamente el imaginario argentino con una violencia clasista enorme, que hace que las clases populares sean las receptoras, portadoras, responsables de la barbarie, de la violencia. Es un texto muy complejo que señala una serie de características que alimentan todos los prejuicios clasistas del país en su nacimiento. Es esa separación civilización/barbarie que sitúa la civilización del lado de las clases altas ilustradas y la barbarie sobre las clases populares.
Entonces, a la hora de llevar adelante esa adaptación nos pareció que lo más importante era tratar de capturar la energía y la médula ósea y empezar a pensar ese sustrato. No reproducirlo, sino empezar a pensarlo, y una de las herramientas básicas que adoptamos fue el cine dentro del cine, que nos permite salirnos de la mera reproducción para ver lo complejo que es poner en escena eso, para tratar de pensar cómo ponerlo en escena y qué podemos hacer con esas imágenes; cómo esas imágenes nos sigue sobrevolando, y qué pasa cuando tienes que decidir ponerle la cámara al ilustrado o al —entre muchas comillas— bárbaro, quién es quién dentro de esa revuelta que viene desde los orígenes, y me refiero también a la revuelta del imaginario. A partir de ahí, digamos, no es una adaptación sino casi una transposición, una diseminación del texto a lo largo de nuestra peli.
A. M.: Yo creo que Matadero, entre sus innumerables virtudes, sabe contragolpear esta idea de la nostalgia barata que muchas veces lee el pasado bajo preceptos muy simplificadores. ¿Tú crees que estamos condenados a mirar hacia atrás todo el rato bajo estas ideas? ¿Sólo hubo ganadores y perdedores, buenos y malos, sin escalas de grises?
S. F.: Sí, lo que más nos interesó fue pensar cómo un texto tan denso, con un imaginario tan denso necesitaba más de una época para irse decantando. Entonces nos pareció que trabajarlo desde los años setenta era un espejo adecuado, exigiendo que el contexto del siglo XXI sea repensado desde la década de los setenta, que es la década en la que realmente se discuten las desigualdades sociales y que postula un salto al acto para cambiar eso que ya no son desequilibrios, son abismos en un país tan clasista como es Argentina.
Sentimos que no es una película de época sino de épocas. Y es que hay algo en cómo vemos un grupo de jóvenes militantes, que son de una característica particular porque están en los pasos previos, no están totalmente pasados. Matadero se sitúa justo antes de que todo el mundo se tenga que decantar hacia un lugar irreversible, así que nos parecieron muy importantes los pasos previos. Y en relación al pasado muchas veces, y sobre los años setenta en general, se suele retratar mucho las grandes convicciones, la gran toma de posición, y creemos que toda época de convicciones muy fuertes es también una época de dudas considerables; de dudas que estén a la altura de esas convicciones.
Toda gran convicción tiene que tener una duda que esté a su altura, así que nos planteamos cómo lograr que esas dudas también estuvieran, qué implicaba empezar a actuar y hacer ese paso hacia adelante cuando ya no se podía volver atrás, cuando el personaje de Bárbara (Ailín Salas) le dice «pero entonces lo que nos estás proponiendo es sabotear la película y pasar para siempre a la clandestinidad, eso es lo que implica este acto». Trabajar con eso nos parecía muy importante.
Hay un diálogo muy interesante entre Ricardo Piglia y Juan José Saer en donde Saer cuenta que en esa época venía Rodolfo Walsh, que era un referente muy respetado de la literatura comprometida de los años sesenta y setenta que pasó a la militancia activa, y les decía a los jóvenes escritores: «dejen de escribir novelas burguesas y tomen las armas». Saer cuenta el vértigo que sentían ante la posibilidad que se les presentase alguien como él y les hiciese tamabalear el mundo artístico que se habían imaginado. A nosotros nos interesaba estar un poco ahí, sintiendo que los jóvenes de nuestra película a lo mejor todavía no habían tenido una visita como esa pero estaban temiéndola y deseándola a la vez; sintiendo que ese era el signo de esa época, si uno asumía esos compromisos en un momento así implicaba una no vuelta atrás y eso marca uno de los ejes de la representación que abordamos en la película. En ese momento “actuar” se escribía con mayúsculas, ya no era “actuar” solamente con compromiso sino actuar de un modo absoluto: y queríamos estar cerca del momento previo a dar ese paso del cual no hay vuelta atrás. Nos parecía muy interesante trabajar con todo eso, no decir que el pasado revela el presente o el presente revela al pasado, sino que ambos dos en su contacto producen algo de otro orden.
Un poco como la idea de origen de Walter Benjamin que no es un punto en donde algo comienza, sino un punto donde se arma un remolino y puedes ver la parte de arriba y la parte de abajo, esas aguas turbulentas de las corrientes de la historia entrecruzadas: en la etimología de origen (arché) está archivo, arcaico, arqueología, todo junto. Nuestra operación busca trabajar con épocas anteriores, contrapuestas, que surcan de un modo orgánico entre nuestros planos: vemos pasar con total naturalidad a los actores vestidos de patrones del siglo XIX entre la gente de los setenta. Así vemos de un modo sencillo entre los planos esa mezcla de orígenes, clases, tiempos que a veces es el cine.
A. M.: Creo que Matadero también tiene algo de “fordiano”, en tanto que se redescubre una violencia originaria, latente, intrínseca, difícilmente expositiva; y claro, Ford es un director que utiliza muchísimo esta idea del cuadro dentro del cuadro, algo que además creo que en Matadero también hay. ¿Qué potencialidades técnicas y discursivas encuentras en este recurso?
S. F.: Tratar de definir lo que no entra en cuadro para mí es tan o más importante que el propio cuadro. ¿Qué es lo que no estoy viendo? ¿No lo estoy viendo porque no lo puedo ver? ¿Es porque no entra en el cuadro, porque se escapa a mi imaginación, porque no tiene escala? Y eso es un procedimiento esencial del barroco: la imagen más importante del barroco es la imagen que se escapa, la que no entra en el cuadro. Y como no entra se tiene que plegar, tiene que inscribirse quizá en los puntos de vista de los personajes y se va desplazando hasta caer en otro nuevo plano que tiene otra vez otro punto de fuga y otro punto de fuga. Es pensar que el setenta, al tratar de encuadrar al S. XIX, se le escapan un montón de cosas que nosotros entrevemos desde nuestro presente, donde todos esos tiempos bailan o vibran entre sí: allí comienza, quizás, a emerger nuestra película, que es un lugar por el que circulan muchas posibles o potenciales películas.
Está la película del americano con toda esa tradición de la serie B americana más ‹gore›, más explícita de esa época. Está la película del grupo de militantes que quieren secuestrar, que es una discusión en acto; los otros están rivalizando con eso que están filmando y están proponiendo llevársela a otro lado, incluso la alteran a espaldas del propio cineasta, hay una revuelta por no encajar con el retrato que él está pidiendo de esa lucha bárbara de clases. Y por otro lado está la película de la chica, que cuando se va el cineasta en un momento del rodaje parece un lugar mucho más cooperativo, más horizontal, donde los peones, por ejemplo, tienen nombre por primera vez, los llaman a cada uno por su nombre propio, y sin embargo ruedan escenas bien complejas con más pulso. No es que dejaran de ser complicadas o violentas las escenas, siguen siéndolo, pero la forma de hacer la obra es distinta, es más sutil, es más elaborada, y la forma del trabajo es más horizontal. Como la escena cuando reparten las armas, o el ‹travelling› donde Vicenta (Malena Villa) está filmando los árboles que después termina transfigurando en el punto de vista del muerto… Esas imágenes van alimentando la decisión de terminar nuestra película desde el punto de vista de quien ha quedado desplazado e imagina otras películas posibles; alguien que especula un final de película (y de vivencias) distinto. Entonces te hace sentir por un momento que las cosas podrían haber sido de otra manera, tanto la película como la vivencia de esa época tan visceral, vertical, tan puntuda, tan impositiva.
Francis Ford Coppola decía que el cine era uno de los últimos lugares que admitía o aceptaba o toleraba la tiranía, y a mí me parece horrible. Ahí nosotros creemos que entre todas esas películas que circulan en la nuestra es su vibración interna en la cabeza de las personas donde a lo mejor emerge esa otra peli que es el diálogo entre la nuestra y la que se forma en la cabeza de cada uno.
A. M.: En la película también vi una dialéctica como decía Theodor Adorno sobre la dialéctica intrínseca en las obras de arte, en Matadero veo una que me interesa muchísimo la nitidez de la fotografía, es una fotografía muy clarificadora, con la metáfora del matadero con el pueblo como cobayas, es muy interesante.
S. F.: Sí, también con quién ve y quién no ve. Es para nosotros una de las dialécticas que articulan quizás mejor eso: el cineasta que puede ver lo que el resto no ve deciden bajar la mirada, y Vicenta, que le gustaría mirar más, no llega a ver. Ahí hay un cruce, un juego entre el que puede ver y baja la mirada, y el que no puede ver y quiere, pero se le escapa. Eso tiene que ver mucho con el eje de la representación, qué pasa cuando representamos algo, qué pasa cuando una clase intenta representar otra clase, cada vez que una clase intenta el retrato de otra clase en la ficción. Imagínate que ahora te dijese «te quiero hacer un retrato como el perfecto joven catalán del año 2022» y te pidiera que te pongas un poquito más al costado para ser un poco más catalán, te sentirías incómodo, ¿verdad?. Eso pasa muchas veces en el cine, entre los cineastas y las clases populares desfavorecidas a las que quiere retratar ese cineasta. A nosotros nos interesaba ver esas ficciones, esa brega entre una serie de representaciones e interpretaciones, ver cómo están en tensión y peleándose entre sí.
A. M.: Viendo Matadero pensaba mucho también en la idea de Jacques Rancière de lo irrepresentable precisamente. En ese sentido, Matadero emerge en un contexto donde la imagen está constantemente mercantilizada y multiplicada, así que te quería preguntar por el recurso del fuera de campo y otros recursos que se te puedan ocurrir para remediar esto, para hacer brotar un discurso que en cierto modo vaya contra la imagen.
S. F.: Sí, a mí me parece que a veces es más importante que las imágenes estén presentes y no que sean vistas, sentir la presencia de algo más que la sobre-representación de algo. Cuando nuestra película empieza, está en una sala donde está siendo discutida, no sabemos si tenemos derecho a ver eso, aunque realmente se va a mostrar en la sala, y a mí preguntarte si tengo derecho o no a ver estas imágenes, si puedo o no asistir a esto, qué es lo que me van a mostrar, me parecen buenas preguntas para empezar a darle lugar a la imagen y no a la reproducción. ¿Qué es una imagen? ¿Es lo que veo o lo que empieza a permear todo lo que veo? Esa distinción tan buena entre el ver y mirar que hacía Lacan: ver es agotar algo, veo y fijo, categorizo, comparo; en cambio mirar es algo mucho más próximo a la piel. Ponía el ejemplo del ciego, un ciego que sale de darse una ducha y está desnudo en su cuarto y siente una puerta que se abre y se gira, sintiéndose mirado (aunque no pueda ver la fuente de ese sonido). Eso que está sintiendo es una mirada que le atraviesa la piel, el cuerpo; que te hace sentir como si los órganos estuvieran fuera de uno y no tiene nada que ver con simplemente ubicar unos ojos que están encuadrando algo, más bien te lleva a pensar en una función que nos sobrepasa, que nos atraviesa, ¿no?
Entonces a nosotros nos pareció importante (como ha hecho el cine que nos interesa y los grandes maestros siempre) pasar de lo que vemos a una mirada que atraviesa todo. Yo creo que las imágenes que no vemos a veces nos miran, esto me parece importante que esté creciendo, palpitando, latiendo desde dentro de todos los pliegues de la película. Las imágenes nunca están completadas, uno tiene que mirar toda la película de atrás hacia delante y de delante a atrás, para empezar a hablar como esas miguitas de Hansel y Gretel, que van empezando a mostrar del bolsillo, desde donde van cayendo. Es una buena manera.
A. M.: Matadero coincide en cartelera con Argentina 1985. ¿Crees que es sintomático de algo que esté sucediendo esto hoy en día en Argentina?
S. F.: Bueno, creo que somos gente que nació entre los finales de los setenta y los ochenta y está un poco volviendo nuestra mirada hacia esa época. Fue la época del silencio, del olvido, y hay muchos buenos signos de cineastas argentinos y cineastas argentinas de esta generación nacidos entre los setenta y los ochenta que han empezado a releer esa época, y también creo que hay un fenómeno importante, ya que en los últimos años los setenta estuvieron más vivos en Argentina que los años ochenta. Los jóvenes son más próximos a los setenta que lo que fue mi generación cuando iba al instituto.
A. M.: Recuerdo en Matadero la primera escena con la pantalla de cine cuando ella llega y me hace pensar en la idea de la pantalla de cine. ¿Piensas que el descrédito que se da hoy en día o el hecho de no ir al cine? ¿Qué crees que puede suponer esto? ¿Es posible la pérdida de la pantalla de cine, el emplazamiento natural para la proyección?
S. F.: Bueno hay algo de la pérdida del orden ritual, las luces se apagan y un viaje comienza. Eso es lo que a mí me hace volver a sentir un poco ese ritual, volver a invocarlo cuanto menos y sentir la importancia de todo eso que sucede en una sala compartiendo comunalmente, unas imágenes que te apelan. Me parece como una apertura importante para la peli que hacíamos.
A. M.: Y una última pregunta Santi, que personalmente me hace mucha ilusión plantearte porque es en relación a un término que tú mismo me descubriste en las clases de Iluminación, el término de la “artesanía”. Recuerdo además que nos lo comentabas el día que se estrenó Vitalina Varela de Pedro Costa y claro, en Matadero veo una gran artesanía, reconozco el lado humano de quien está tras las imágenes, y veo un trabajo manual en la confección de cada plano. ¿Crees que la artesanía es un gran mecanismo, un gran modus operandi para resistirnos un poco a la erosión del tiempo y de las imágenes?
S. F.: A nosotros nos gustaba mucho pensar un cine que sabía bricolar sus formas austeras de producir ‹travellings›: un grupo de hombres llevan a Vicenta haciendo un ‹travelling› humano, que era como imágenes que se montaban con un chico con un incensario, un botafumeiro que es un brasero de campo, con el que va logrando hacer el humo de la bruma. A mí todo ese trabajo de cómo ves a un grupo de gente producir las imágenes me parece muy rico, muy interesante.
Me parece que una forma de trabajar o dialogar con el espectador era mostrarle cómo producir todas esas imágenes y no mostrarle la imagen terminada ni la imagen que se te impone. Entonces, en casi todas las escenas que ves de la película, nunca ves la escena completa, lo que ves son las bambalinas de la escena, la preparación de la escena, la localización de algo que se va a rodar. Todo el tiempo está apelando a la imaginación en donde esa película del americano ultraviolenta está totalmente fuera de campo, pero hemos visto todas esas mellas, todos esos puntos en donde vas haciendo el trampolín. Ese es un poco el esquema importante, cómo producimos imágenes para que las imágenes no se agoten en un golpe de vista, cómo hacemos para que las imágenes viajen y que una imagen que veas al comienzo se termine de unir con una imagen que ves al final.
Siento que hay que hacer las películas pensando que el espectador las complete, como si les invitaras a verla por segunda vez tratando al espectador como si al sentarse a ver tu película ya la hubiera visto; tratar al espectador como si fuera un cineasta más, que va deambulando por ese texto, deambulando por esa especie de escena o bodegón del crimen donde debe ir leyendo de pista en pista y reconstruir eso que ya no está, pero sin embargo palpita.
A. M.: Muchas gracias Santi, ha sido un placer.
S. F.: Gracias a ti, Arnau.