La memoria es como un hábitat elaborado con los vestigios de eventos por los que ha tenido que transitar el ser, y a veces ese recinto está lleno de grietas y suciedad, de una podredumbre infecta que lesiona nuestra pasión, y aunque queramos fregar dicho espacio y dejarlo limpio para empezar desde cero hay heridas que nunca sanan ni dejan de supurar, porque tratar de olvidar es más lo primero, “tratar”, pues el olvido es poco cuando el impacto ha sido hondo y el recuerdo te tiene atravesado, y ese dolor irremediable por más que te esté matando es a la vez el que solidifica los sentidos del presente. Y aquí es donde la cinta plantea un dilema necesario al respecto de cuál es la moral detrás de intentar olvidar, detrás de la perseverancia en ignorar aquellos pasajes sombríos de la memoria, pues han pasado 17 años tras el ataque terrorista que acabó con la vida de muchos de los seres queridos de los protagonistas y frente a la monotonía anímica de la cotidianidad, la monja Natasha es como un fantasma que retorna en cada aniversario de la tragedia para obligar a rememorar en detalle el suceso, tratando de mantener viva a la fuerza el alma quebrantada, como si esta fuera preferible a una existencia donde por el afán de negar el dolor terminamos negando al otro.
Hay una pesadez cotidiana en el pasar de las imágenes, el tiempo se dilata y los personajes conviven afrontando las minucias ajenas al pasado corrosivo; a pesar de ello, la cinta no se evade demasiado y se dirige con determinación hacia la construcción de la escena vertebral de esta historia, pues ya hechos los ritos y expuestas algunas interacciones como contextos a resolver, Natasha nos conduce al acto de memoria. En el mismo teatro de la tragedia los sobrevivientes son reunidos por la monja para reconstruir exhaustivamente todos los detalles de la fecha maldita, es una escena larga y compleja tanto por las descripciones que hace cada personaje del evento como por lo accidental de los ritmos de lo real, pues no faltarán las interrupciones, las incomodidades expresivas, el tedio de los silencios muertos o incluso lo vulgar de la simulación forzada a través de muñecos inflables de la presencia de aquellos que ya no están; esto, por momentos, llega incluso a darle un tono cómico al evento, pero es una comedia involuntaria que nace de la torpeza humana más que de un énfasis en algún absurdo.
Natalya Pavlenkova consigue mantener siempre un estado de confrontación dudosa donde es difícil estar seguro de si su psiquis está alienada en un divagar doloroso, o si defiende una virtud cruel pero necesaria, porque si bien es fácil juzgarla como imprudente hay algo de verdad en su terquedad masoquista, pues como revelan las escenas de aquellos que intentan guardar silencio, sus vidas se han estancado en el intento de negación infructuosa de la memoria.
La fotografía acompaña con una iluminación pálida los rostros añejos de las señoras en su odisea hacia ese teatro tortuoso y, por momentos, la cámara toma distancia, siendo una presencia ajena, desprovista de piedad y empatía, que nos deja con un panorama seco y distante. Pero también en la pesadez hay espacio para el vínculo, para la aproximación lenta hacia los sujetos, hacia sus momentos de quiebre, en los que sin perder distancia la cinta nos obliga a prestar mejor atención al drama que los carcome y que los pudre lentamente dando lugar a micro-estallidos, a grietas necesarias, a un reencuentro con ese ego negado que necesita volver a sentir. Esto recuerda el cierre de la brutal novela de Faulkner Las palmeras salvajes, «entre el dolor y la nada, elijo el dolor», a veces el dolor aguarda más que el silencio.
Así, Conference termina por ser una obra con una apuesta moral rompedora que subvierte el patetismo de las víctimas para construir una mirada inquisitiva y molesta, pero a la par reivindicativa de los males que nos atormentan.