«No destruyas los mitos sobre un hombre. Nos muestran más que su verdadero rostro.» (Oscar Wilde)
Arthur Cravan: poeta, pintor, boxeador, creador de formas, enigma. Seguir la pista de Cravan a través de sus muchas, breves y misteriosas vidas es seguir la de un fantasma.
Es inevitable preguntarse por el sentido que puede tener el género documental cuando las motivaciones ajenas son, por definición, elusivas. Incluso cuando éstas han quedado plasmadas en voz, papel o fotograma, cabe la duda de si responden a lo que podríamos llamar verdad, asumiendo que la verdad exista en un estado puro. Algo que parece poco probable dada nuestra tendencia a proyectar una imagen de nosotros mismos que difiere, en la totalidad de los casos, de la que los demás tienen de nuestras tristes, atractivas, taciturnas, aburridas o alegres figuras.
¿Qué llevó, por ejemplo, a Ramón Mercader a hundir un piolet en el cráneo de Lev Trotsky? Pese al fenomenal trabajo de Rioyo y López-Linares en la estupenda Asaltar los cielos, cualquier espectador inquieto abandonará el espacio de proyección más desconcertado por esta pregunta que lo que lo estaba al ingresar a la misma. Ni la fogosidad de la militancia comunista, ni la presencia de la inquietante Dolores del Río en el papel de Yocasta, ni el trágico discurrir del conflicto civil en España explican, por sí mismas, el crimen y la persona. Finalmente, horas y horas de metraje para descubrir que los espectros del pasado son inmunes a la revisión histórica y al ejercicio gimnástico de la memoria.
¿Es, por tanto, no sólo más honesto sino más certero renunciar a los intentos “neutros” (nunca usen este término sin comillas) de reconstrucción académica y crear una verdad propia (tan fantasiosa, tan real) como la verdad asumida históricamente? Esta duda, que supera nuestra reflexión sobre el género para alcanzar el tejido mismo de lo que llamamos realidad, de lo que llamamos cine, ha sido presentada, asumida o contestada en diversos casos en la historia de este arte. Pueden ver Copia certificada (Copie conforme, Abbas Kiarostami 2010), Una historia para los Modlin (Sergio Oksman, 2012) o My Mexican Bretzel (Nuria Giménez Lorang, 2019), entre otras muchas, para reflexionar acerca de la naturaleza de la sustantividad y de nuestra relación con la misma. Y también de, como muchas veces, la creación de lo mitológico sirve como complemento o alivio frente a la tiranía de lo real, sobre todo cuando ésta ha suprimido de sus doradas páginas aquellas otras realidades que no le convenían, por el motivo que fuera. Nosotros mismos somos culpables y protagonistas continuos de esa tiranía, de esa misma fuga.
El cine de Isaki Lacuesta también nos puede servir como ejemplo: los ecos de Arthur Cravan riman en consonante con los de François Augiéras, Miquel Barceló o la mismísima Ava Gardner, aquella mujer que era incapaz de reconocerse y reconciliarse con la imagen de la (¿otra?) mujer proyectada sobre la pantalla. Mitos a la fuga, espectros tangibles, personajes emborronados, en definitiva, por el desenfoque de la leyenda. El caso de Cravan resulta especialmente significativo en cuanto a su continua búsqueda. Como si fueran dos espejos enfrentados, asistimos al intento de reconstrucción de alguien que se muestra, a lo largo de todo el metraje, en un constante intento de construirse a sí mismo, de dotarse de una personalidad (artística, familiar) tan elusiva como una sombra fugaz, perdida en la niebla de la memoria, burlada por las interminables facetas de lo posible.
Tomemos como paradigma el viaje de Cravan a Nueva York y su relato, transcrito en las páginas del New York Times, sobre la pervivencia física de su tío (¿su padre?), Oscar Wilde. Podríamos tomar como una simple rendición ante la mentira todo el artículo, vendido como cierto al diario neoyorquino, ya que el autor de El retrato de Dorian Gray o De Profundis había, de hecho, fallecido, pero ¿hasta qué punto la muerte es real cuando la memoria, la figura o las palabras del fenecido siguen siendo una inspiración constante en nuestro presente? De nuevo aquí, en la propia vida de nuestro protagonista, se nos presenta la verdad como un término complejo, indiscernible, mutable en función de nuestro acercamiento y de lo que esperemos obtener de él. Esto no es algo tan extraño a nuestros tiempos, ya que aun hace pocos meses, una multitud de seguidores de las teorías de QAnon esperaban en Dallas la aparición de John F. Kennedy Jr., heraldo del destino manifiesto enunciado por Donald Trump para derrocar a las élites planetarias y vencedor sobre la parca tras el falso accidente de aviación sobre los cielos y bajo las aguas de Martha’s Vineyard.
No sabemos si Arthur Cravan hubiera sido un seguidor de Trump y de su dadaísmo político pero nos gusta pensar que, de haberlo sido, o de haber sido cualquier otra cosa, hubiera defendido su parcela de verdad a puñetazo limpio y ‹se non è vero, è ben trovato› o eso esperamos.