Voy a ser claro: durante el visionado de Queso de cabra y té con sal he sido poseído por el espíritu de María Ostiz y buena parte de la canción social de los 60 y los 70 y ahora soy todo uno con la Pachamama. Yo que quería separar la política (y mi conciencia) de la crítica de cine, y resulta que todo es política, hasta la historia que nos presenta la directora de Mongolia Byambasuren Davaa. Y mira que me podría tirar 600 palabras hablando de los paisajes del país de Asia Oriental, o sobre la fotografía de Talal Khoury, de la iluminación que se alimenta de la vida natural. Podría dedicar más de 300 palabras hasta al vestuario, pero algo me dice que, detrás de todo eso, sigue estando la política. No seré muy listo yo, pero si el mensaje final de una película, así escrito en la pantalla, tiene una posición, es porque, además de ofrecer cine (que se puede valorar por su calidad en decenas de aspectos diferentes), también tiene un lenguaje, un guion y una serie de mentes pensantes detrás con una ideología o, como mínimo, una conciencia.
En este caso, hablando de Queso de cabra y té con sal, todo alude desde un principio a la tierra. Iría más allá: habla sobre lo que hace años se llamaba ecología y ahora se ha politizado —¡vaya por Dios!— bajo el nombre de cambio climático, como si se quisiera abocar a nuestras conciencias para que, desde diferentes posiciones de poder, nos veamos impelidos a intervenir de algún modo para frenar un progreso que lo desflorece todo. ¿Para quién o qué es ese progreso?, se pregunta Byambasuren Davaa aquí, señalando desde el principio a la globalización empresarial y las grandes empresas detrás de todo el desmantelamiento de cualquier ecosistema siempre que en él exista la posibilidad de extraer un beneficio económico claro. Porque, claro, el dinero nos atrae a todos, y con él se pueden comprar desde voluntades hasta pedazos de suelo donde antes había casas. Si eres de los pocos que te niegas, además, las empresas tendrán los medios suficientes para hacerte la vida silenciosamente imposible para que les dejes tu terruño más pronto que tarde.
Por eso, puede que porque la vida a menudo decepciona a quien la vive, en Queso de cabra y té con sal el punto de giro es acabar con la figura idealista que confronta toda la injusticia desde la palabra y la lucha comunitaria. A través de su desaparición, en realidad, construye un mensaje optimista que es bastante pesimista, que ofrece más dudas que respuestas a las que aferrarse. Donde uno se acuerda de lo poco que nos acordamos. Sobre todo si lo vemos por televisión. Sobre todo si lo vemos en programas como Got Talent, que explotan el drama de las personas que allí participan para generar aplausos. El talento brilla, pero el drama resplandece y deslumbra.
¡Ah, sí: la película! Amra (Bat-Ireedui Batmunkh), un chaval de doce años, vive con su familia según la antigua tradición nómada en una gran tienda de campaña, rodeada de un rebaño de cabras cuya leche transforman en queso para su venta. Este pequeño ingreso solo puede alimentar a los 4 miembros de la familia parcialmente; en cambio, los trabajos ocasionales del padre Bataa (Purevdorj Uranchimeg), que tiene una habilidad especial para la mecánica y está siempre disponible donde sea que haya algo que reparar, aportan un sueldo adicional que les permite vivir con cierta tranquilidad (dadas sus circunstancias).
Mientras tanto, una serie de grandes corporaciones extranjeras se dedica a excavar el suelo del territorio donde vive la familia de Amra y sus vecinos para extraer oro y otras materias de valor. Al mismo tiempo, algunos lugareños han decidido cavar sus propios hoyos en el suelo para evitar que sean las corporaciones quienes obtengan el valioso metal precioso. Por si esto fuera poco, las compañías han conseguido convencer a algunas de las personas que viven en esta zona para comprarles su trozo de tierra porque necesitan el dinero con urgencia y cada vez tienen menos que ofrecer a la vecindad a cambio de dinero. Entre medias, se están formando protestas entre los pobladores tradicionales, o como mínimo las están planteando, porque los ríos se están secando cada vez más a causa de las obras, lo que afecta a la vida de todos los seres vivos más allá de los humanos. Seres vivos que al no necesitar dinero para vivir, no les sirve de nada una indemnización o la compra de sus terrenos (a pesar de vivir en una sociedad capitalista, los pobres).
Lo trágico y trascendental que supone la pérdida de la naturaleza rural pura en las interminables extensiones de las estepas de Mongolia queda claro en Queso de cabra y té con sal en su totalidad por su lenguaje visual. Las grandes tomas panorámicas irradian una grandeza y una belleza naturales que no necesitan de más palabras (aquí estoy hablando de lenguaje cinematográfico, aunque se cuela algo de política seguro). La música etérea encaja a la perfección con una película estéticamente hábil, pero nunca sobreestilizada. Los rebaños de cabras, la vida en el limitado hogar, las clases de Amra y la relación con la tecnología: todo esto emana paz y armonía, hasta que se ve sacudida regularmente por las ruidosas máquinas y la perspectiva de dinero fácil a cambio de cambiar de vida sin saber muy bien en qué sentido.
Es a mitad del metraje (más o menos), cuando la película, por un hecho bastante trascendente de la trama, hasta ahora orientada a unos objetivos claros, pierde un poco su enfoque, pasando del conflicto entre los nómadas amantes de la naturaleza y las grandes corporaciones extranjeras, que antes se dibujaba de manera tan efectiva, a un drama familiar sobre el paso a la madurez de un niño sin apenas una conexión muy clara, como si de dos películas se tratasen. Es decir, asistimos a una urgencia de contenido en un metraje de hora y media que parece pensado para algo más largo. La conclusión posterior de una trama secundaria abierta al principio sobre la participación de Amra en la versión mongola de Got Talent también resulta un poco fuera de lugar y cargada de patetismo en este contexto, sobre todo porque no puedes dejar de pensar en Risto Mejide criticando al niño por cualquier historia y luego dando al sí. Pero bueno, la verdad es que el resultado global es positivo, también porque, con la toma final, Queso de cabra y té con sal compensa un último tercio más débil en general.
Y eso es todo. Ahora que ya me han hecho el exorcismo, he dejado de cantar Un pueblo es y Na veiriña do mar, seguro que mi visión se vuelve mucho más apolítica para el futuro. ¡Ale!, me voy tarareando aquello de… con un poco de azúcar, es la píldora que os dan. A ver si les dan.