Con su primera secuencia de acción Sisu, lo nuevo de Jalmari Helander, evidencia los desvíos que tomará un film cuyo máximo exponente se encuentra en un componente lúdico desarrollado a través de su faceta genérica y de una autoconsciencia que tiñe todo el metraje de principio a fin; así, tanto el contexto bélico como la propensión a un western que se desliza especialmente en su prólogo no surten ni mucho menos como meros pretextos, sino más bien se adhieren a una mixtura con la que el finlandés enhebra un jugueteo mediante el cual desarrollar determinados tropos y, al mismo tiempo, aportar una dimensionalidad desde la que revitalizar los lindes de un film que de otro modo bien podría haber devenido el enésimo clon de ese cine hiper-vitaminado y festivo que parece haberse instaurado en el seno del ‹actioner› estadounidense, con cineastas como Naishuller, Stahelski o Leitch como algunos de sus nombres más relevantes.
Helander, ya ganador con anterioridad en Sitges gracias a la fallida Rare Exports: Un cuento gamberro de Navidad, sienta así las bases de una obra que tiene claros sus objetivos y que encuentra además el refuerzo idóneo en ese héroe silente interpretado por Jorma Tommila: un personaje que con parquedad, concisión y una determinación fuera de lugar sintetiza a la perfección el tono de una cinta que se mueve entre el espectáculo violento más jocoso y ciertos apuntes grotescos que sostienen, de algún modo, su carácter, pero al mismo tiempo devienen en una excesiva caricaturización de ese batallón nazi al que tendrá que enfrentarse nuestro protagonista. Es en esa decisión, precisamente, donde Sisu sufre un cierto traspiés al relativizar la importancia de unos villanos que, más que apelar a la suspensión de la incredulidad, parecen directamente escritos para introducir distintas ideas imaginativas —esa huida en el río, la (pueril y dilatada) secuencia del campo de minas…— que se sienten un tanto torpes tanto desde una puesta en escena en ocasiones nimia como a través de una escritura cuyo único afán parece el regocijo al precio que sea. Algo que, dicho sea de paso, no debería cobrar el peso que cobra en un film como Sisu, pero que inevitablemente genera una determinada sensación de inestabilidad, de propuesta que, teniendo clara su ausencia de límites y su naturaleza tan bufa como desvergonzada, no siempre sabe tocar las teclas del mejor modo a raíz de una escritura un tanto desaliñada.
Ello no implica que con Sisu estemos ante un film fallido ni mucho menos, entre otras cosas porque hay una razón de ser meridiana en las decisiones de Helander y, pese a sus defectos, sabe concretar unas intenciones que no habría que reducir tampoco al mero festival hemoglobínico o al disfrute por inmersión a pleno pulmón en un ejercicio tan desprejuiciado como divertido; y digo precisamente eso no porque Sisu juegue todas sus cartas a ese desvarío tan lícito, sino más bien por el hecho de saber incurrir en el carácter salvaje y rotundo de sus constantes para trazar una amalgama genérica que tiene entidad propia, que genera imágenes no como bastión de una cinefilia o referencialidad desbocadas, sino como una forma de relativizar su importancia engarzándolas en un marco, el del propio cine de acción, que sirva como espejo deformante desde el que resignificar tales espacios.
Existe, además, en su dialéctica, una interesante forma de apelar a la leyenda en la extensión más quimérica de la palabra, dotando así de un barniz del todo surreal a la condición de un héroe por momentos invencible. No obstante, esa mística tan bien implementada encuentra también justificación a través de algún diálogo innecesario —su apodo, el “Inmortal”, lo dice todo— que incluso echa a perder sus posibilidades, pues pudiendo invocar el relato como manifestación de la leyenda, Helander despacha ese instante sin mucha más dilación, como si la inmediatez narrativa de Sisu no pudiese detenerse en una construcción más precisa. Un hecho que, por otro lado, habla muy a las claras sobre lo que es en el fondo (y en la superficie) Sisu: una celebración del género donde no importa si lo obvio y estridente toman vuelo si con ello el resultado deviene en un ejercicio tan fresco como improbable.
Larga vida a la nueva carne.