Homenajeando uno de esos certámenes únicos en su especie, con la 55ª edición de Sitges ya finiquitada, rescatamos dos piezas del fantástico en esta nueva sesión doble con una propuesta soviet convertido en uno de los grandes films de género de su escuela, El Viyi de Georgi Kropachyov y Konstantin Yershov por un lado, y uno de los acercamientos más particulares de Louis Malle al mismo en El unicornio (también conocida como Black Moon).
El Viyi (Georgi Kropachyov, Konstantin Yershov)
Durante el tramo final de El Viyi, primera aproximación de la filmografía soviética a las encrucijadas estéticas del cine de terror, aparecen convocadas una ristra de estrambóticas criaturas llamadas a filas por la bruja que trastorna al antihéroe protagonista: manos sin dueño, esqueletos andantes, demonios enanos, diablillos con el doble de cavidades nasales y oculares de lo que puede asumir la mente humana, etc., hasta que aparece entre el tumulto y la excitación de la congregación satánica el monstruo que da nombre al film, un amasijo de carnes folclórico incapaz de ver nada por sí mismo —por culpa de unos párpados de talla elefantiásica— sin la ayuda de sus secuaces.
Los fantasmas del cine soviético recorriendo Europa, o lo que es lo mismo: una película que, como la práctica totalidad de la obra soviética, es imposible de leer despojada de las ataduras históricas y políticas de su era. El Viyi aparece mientras se producen los últimos coletazos del deshielo estalinista, que promovió durante aproximadamente una década una cultura más desligada del culto al líder y una flexibilización de los corsés del realismo socialista. En ese sentido, al menos en cuestión de género, se tendía menos a la narrativa belicista y florecieron géneros poco cultivados por las generaciones anteriores, como la comedia o el fantástico (siendo Grigori Daneliya uno de sus más célebres promotores): era el ‹timing› perfecto para que el cine soviético produjera su primera película de terror.
Para “justificar”, en todo caso, el alejamiento discursivo del realismo socialista era necesario construir el relato bajo los estándares narrativos de la cuentística, y qué mejor base para ello que los cuentos de Nikolái Gógol, uno de los padres de la literatura rusa moderna y un ferviente defensor del fantástico y de la ironía como puntales para revelar las impurezas de la sociedad rusa. Ambas características debían estar presentes en su adaptación cinematográfica y en ellas descansan los puntos fuertes de la película de los debutantes Georgi Kropachyov y Konstantin Yershov. Se ha especulado mucho sobre la autoría real de la película, porque todo indica que Mosfilm no se mostró especialmente satisfecha con la labor de los realizadores durante los primeros compases del rodaje, por lo que “invitaron” a colaborar en el film a Aleksandr Ptushko, veterano cineasta que se alzaría seguramente como alma mater de la estilística kitsch de El Viyi y amparado por trabajos de renombre como la inolvidable adaptación de Los viajes de Gulliver (1935).
Digresiones aparte, los motivos para acercarse a El Viyi son numerosos, aún siendo una obra que difícilmente pueda provocar el espanto en las audiencias modernas (podría catalogarse genéricamente como una comedia de terror abstracto más que como un film de terror). Su humor anticlerical —promoción que satisfacía enormemente los intereses del estado— personificado en el seminarista protagonista contrasta furiosamente con la pontificación clásica del héroe soviético. El original motor narrativo procede, pues, del miedo, de la cobardía del protagonista ante lo desconocido, jamás en su valentía o heroísmo. No somos nosotros, la audiencia, quienes sufrimos miedo, es el personaje principal, débil, alcohólico y cobarde quién lo fagocita. Las decisiones de puesta en escena, especialmente aquellas que tienen que ver con el espacio cerrado de la iglesia, subrayan a la perfección el avance hacia el delirio de nuestro antihéroe. Su estética kitsch, acrecentada por el trabajo artesanal de Ptushko en el‹stop-motion› y en el diseño de las criaturas del mal, es igualmente entrañable como complaciente para la vista. Y, aunque fuera solo por sus disparatados compases finales, el visionado habría valido la pena, así que no dudéis, si habéis leído estas pocas líneas, en darle una a la postre merecida oportunidad.
Escrito por Maties Tugores
El unicornio (Louis Malle)
Estructurada como una suerte de versión retorcida y grotesca de Alicia en el País de las Maravillas y aderezada de iconoclastia “buñueliana”, El unicornio es una película realmente extraña, una fábula obtusa sobre una joven que huye de una guerra de sexos mundial y termina en una casa en la que encuentra todo tipo de variopintos y absurdos personajes, todo en medio de una vorágine de surrealismo pesadillesco. Con escasísimos y no siempre comprensibles diálogos, con un uso de la música preciso y escueto y una gran habilidad para la evocación visual, Malle propone en su película una aventura hacia lo incoherente y lo desconocido, catalizada a través del punto de vista de Lily, quien en su intento de refugiarse de los horrores de su mundo conoce todo tipo de situaciones y personajes estrambóticos.
El unicornio está llena de estas dualidades absurdas y retorcidas, tratando todos sus conceptos no desde la inmediatez y claridad de los símbolos sino a través de una perspectiva que les da la vuelta por completo y desafía su significado. En ello reside la fuerza iconoclasta de esta pesadilla surrealista, con imágenes y secuencias estrafalarias, llenas de violencia y perversión moral. Malle realiza aquí una propuesta verdaderamente radical y escandalizadora, un viaje sin rumbo pero con múltiples desvíos que estimulan la imaginación y desafían la lógica del espectador.
Escrito por Javier Abarca