No nos engañemos, cuando uno se dispone a ver un producto como Pearl, espera, dada la velocidad de su rodaje y condición de precuela (de la algo inflada X) un producto poco menos que de derribo. Una película que se desarrolle bajo premisas muy sencillas de piloto automático, con sangre para abastecer un camión de donaciones y una historia detrás que, de tan sencilla, sea prácticamente una mera excusa para el derroche de hemoglobina. No obstante, siempre queda un resquicio para la esperanza si detrás está un cineasta como Ti West. Un director que podrá gustar más o menos, pero que sabe, en la mayoría de los casos, combinar su conocimiento del género con una vocación de firma autoral nada desdeñable.
La sorpresa es pues mayúscula con el atrevimiento formal de la película: a pesar de estar situada en 1918 se enmarca en una estética que inmediatamente nos sitúa en el mundo ‹technicolor› de Douglas Sirk. ¿Chocante? Desde luego sí en un inicio. El extrañamiento es mayúsculo pero a pesar de la reticencia inicial acaba por funcionar. ¿El motivo? Pues en el lugar menos esperado posible: el género. Y es que si la estética es la que es, su correspondencia genérica es impecable.
Sí, Pearl está mucho más cerca del melodrama que del ‹slasher› al uso. Una trama que nos sitúa en un mundo pandémico reconocible y como tal, un lugar donde la tragedia, en este caso familiar tiene su lugar. De alguna manera West nos habla de un confinamiento que es físico pero también familiar. El conflicto, aunque ya revisitado en muchas ocasiones, entre los sueños de una adolescente enfrentada a la rigidez moral de su madre permite desarrollar todos los matices del nacimiento de una ‹psycho-killer›. No se trata de algo determinista, sino más bien, como la propia protagonista reconoce, es un mal que lleva dentro, como la Gene Tierney de Que el cielo la juzgue.
Obviamente hay espacio para explosión violenta de dicha psicopatía, pero es una consecuencia explícita e inevitable de la narración, no una excusa para satisfacer la expectativa de género del espectador. Puede que el film se resienta de un primer acto cuyo poso inicial sea demasiado extenso, pero dada la finalidad última del film, acaba por ser necesario para comprender los giros y complejidades de la psique de una Mia Goth que borda su papel entre la inocencia y el descenso brutal al abismo de la locura.
En este sentido hay que valorar el arrojo de West en un primer plano fijo extenso donde permite desarrollar las complejidades y personalidad de su protagonista de forma extensa. Un momento de desnudez emocional que es tan o más acongojante y violento que lo habitualmente expuesto en un slasher sin complejos.
Por ello puede ser que los devotos del género se sientan entre decepcionados y perplejos ante una propuesta que huye del estereotipo y que se reafirma como apuesta sólida, arriesgada y personal de un cineasta que con ello, demuestra no solo conocer los mecanismos de lo que podríamos denominar su cine habitual sino que sabe manejarse en lides más complejas.