La primera palabra que a uno le viene a la mente a la hora de hablar de una película como Unicorn Wars es chocante. Y es que todo el análisis que se pueda hacer de ella a posteriori, para bien o para mal, se mueve en los parámetros de salir, de tomar distancia, de intentar objetivar un producto que tiene la virtud política de disparar desde la doctrina del ‹shock›, generando un impacto, a través de un humor situacional inesperado, de difícil racionalización, hablando siempre en términos cinéfilos, claro está.
Pero hay que intentar hacer un ejercicio donde los árboles no tapen el bosque (mágico). Salir de esa oleada de intensa carcajada que puede provocar que un grupo de ositos de peluche (lo de sus nombres ya es insuperable) monten un comando para derrocar la tiranía de unos seres malvados en forma de unicornios. Desde este planteamiento ya parece claro que estamos ante un divertimento, una gamberrada que trata de jugar a la paradoja combinando la dulzura con comportamientos agresivos y una cantidad nada desdeñable de violencia, sangre y drogas alucinógenas.
Fácilmente podríamos considerar que el film de Alberto Vázquez es heredero espiritual de los Happy Tree Friends. Aunque algo de eso hay, sobre todo en la idea, Vázquez no quiere limitarse a generar gags, a cual más brutal, sino que hay una voluntad (a veces un tanto artificial) de vertebrar una historia con sentido, que evoluciona tanto como sus personajes, a veces por senderos previsibles, tirando de la proverbial multi-referencia cinematográfica, y a veces sorprendiendo (o pretendiéndolo) con giros inesperados de guión.
Pero lo que verdaderamente deberíamos destacar de Unicorn Wars no es tanto su capacidad de generar un divertimento indiscutible, sino de como colocar ahí temáticas de diversa índole. ‹Bullying›, antimilitarismo, relaciones (complicadas) familiares, asesinato, religión, abuso de drogas, la condición humana y, sobrevolando por encima de todo ello, la idea de que la violencia puede parecer justificable o divertida pero que no es más que el elemento necesario para asegurar la destrucción de todo e incluso, fomentar un renacimiento estructural con peores herederos del mundo.
Este, sin embargo es el peligro: No es que estemos ante un film “tarantiniano”, ni mucho menos, pero al igual que este, consigue una estilización tan ‹cool› de la violencia y unos personajes tan absolutamente carismáticos que, por mucho que nos horrorice un baño de sangre, no podemos dejar, de alguna manera, de desear más y, por supuesto, recordar esas ‹set pieces› de obsequio hemoglobínico que el mensaje que hay detrás de todo ello.
Aún así, hay que reconocer que estamos ante un film absolutamente divertido y memorable. Quizá no tan original como se cree y al que en su ambición tira demasiado de exceso de gags y metraje. Detalles que si bien se hacen manifiestos en una reflexión posterior quedan como pequeños detalles al lado del buen (y a veces mal) rato que nos hace pasar. Una experiencia gratificante en su exceso que confirma que las apariencias engañan tanto como un peluche amoroso pero que, aún así, querríamos abrazarlo fuertemente.