Si bien la ‹coming of age› está experimentando un crecimiento exponencial por ser uno de esos géneros que otorgan a cada cineasta el espacio necesario para abrirse cinematográficamente a través de la propia experiencia, hay escenarios que ineludiblemente, debido a los acontecimientos históricos que han afrontado las nuevas generaciones, se han diluido con el transcurso del tiempo. Así, el territorio del drama en un marco bélico ha ido perdiendo fuerza y dejando de lado un contexto de lo más suculento desde el cual afrontar una de las etapas esenciales del periplo vital; un contexto que ha dejado piezas del calado de Juegos prohibidos (René Clement, 1952), Alemania, año cero (Roberto Rossellini, 1948) o La infancia de Iván (Andrei Tarkovsky, 1962), y que de vez en cuando continúa explorando sus posibilidades —si bien en menor medida— aún en la actualidad, motivo de sobras para dirigir nuestra mirada al nombre de Viktor Eisymont, desconocido cineasta soviético cuyo momento más destacado coincidió con la Edad de Oro de Hollywood, en el cual rodó precisamente el film que nos ocupa, esta Once There Was a Girl emplazada en una Leningrado que sería sitiada desde principios de los años 40 hasta el inicio de 1944 por las tropas nazis.
Once There Was a Girl se expone en tal circunstancia como un espejo desde el que otorgar una mirada distintiva a una infancia marcada por los pormenores del conflicto. No obstante, y no hay que llevarse a engaño, la cinta de Eisymont es una propuesta que no esconde sus intenciones propagandísticas —como tantos productos de la época en zona soviet— cuyo influjo, sin embargo, se encuentra tanto en los prolegómenos como en el cierre del film, dejando así una impronta residual que si acaso sólo ensombrece una de las últimas secuencias del film con un diálogo tan intencionado como en última instancia fútil —más allá de sus propósitos—. Por el camino nos encontramos una cinta que posee la virtud de saber reflejar esa etapa vital logrando conjuntar un universo propio con las responsabilidades que los mismos infantes sentían tener ante la falta de una figura paterna (que había sido enviada, claro, al frente) y ante la incapacidad materna por abarcar todas las necesidades familiares mientras lidiaban con las consecuencias de la guerra. Un reflejo que, por otro lado, surge del gesto cotidiano y menudo, a la par que manifiesta en cierto modo una conciencia que se entremezcla con las risas y los pasatiempos más propios de la edad.
Viktor Eisymont dirige, desde aquello que bien podría ser un anecdotario, un film donde no encontramos los alardes de sus coetáneos y colegas soviéticos —de hecho, su cine se antoja más cercano a cómo se percibía el clásico al otro lado del charco—, pero donde sí revela cierta predilección por lo visual en la que manifestar los claroscuros de la guerra desde la mirada de su protagonista. En ese sentido, es capaz de articular estampas que retratan con cierto tenebrismo los quehaceres de sus personajes, como de articular a través de un sueño ese anhelo por regresar a tiempos mejores y reunirse con la figura paterna, ni que sea mediante algún regalo navideño. Eisymont maneja, pues, con perspicacia un lenguaje a partir del cual plasmar los sentimientos de sus personajes sin exacerbaciones de ningún tipo, siendo incluso consciente de que la mentira o el deseo eran en ocasiones las mejores maneras para afrontar situaciones un tanto cruentas para cualquier infante. Once There Was a Girl representa con tino el vacío acompañado por una responsabilidad súbita que a buen seguro tantos niños sintieron en momentos donde madurar a marchas forzadas no era sino una necesidad, elaborando de ese modo un relato que se siente universal y esconde en su cariz una fragilidad —lejos de la tenacidad que demuestra su personaje central— no siempre comprendida como se debería en este tipo de retratos.
Larga vida a la nueva carne.