Recobrar el aliento
Una pareja de enamorados se abraza en la orilla del mar. Jean (Vincent Lindon) y Sara (Juliette Binoche). Ella extiende sus brazos, flota sobre la superficie mientras él, delicadamente, sostiene su torso con una sola mano. La luz inunda cada plano. La cámara, temblorosa, se sumerge debajo del agua, se aproxima a los rostros resplandecientes, parece que pueda acariciar sus pieles. Un beso cierra la escena. El espacio cambia y, ahora, un tren en movimiento conduce a Jean y Sara hacia una ciudad fría, nublada y gris. Un tránsito. Llegan a su apartamento y, desde su balcón, contemplan las calles de París. El suyo es un amor caduco a punto de empezar su etapa otoñal.
La libertad con la que cierta poética del cuerpo es capturada en las imágenes descritas previamente está vinculada de forma intrínseca a un amor, asimismo, liberador, aquel al que aspiran, aunque sea inconscientemente, los personajes de Fuego, película con la que Claire Denis se alzó en el pasado Festival de Berlín con el Oso de Plata a la Mejor Dirección y que este viernes se estrena en salas españolas. Una libertad compartida entre imagen y emoción termina convirtiéndose en un encarcelamiento construido a través de una aparente inestabilidad visual, desproporcionada y superflua por momentos, pero siempre entregada a la visceralidad y el desconcierto de unos personajes complejos.
El regreso a la ciudad de François (Grégoire Colin), en un pasado pareja de Sara y amigo íntimo de Jean, es la premisa para tejer un triángulo amoroso de carácter impulsivo y autodestructivo. Jean retomará su amistad con François y Sara sentirá el deseo irrefrenable de volver con él. En una puesta en escena que tiende hacia el desequilibrio, palpitan con intensidad la mentira, el engaño y el silencio, transmitido no tanto por sus cualidades formales, ofuscadas por la verbalización constante de estas ideas, sino más bien por la sinceridad que emana del trabajo interpretativo de los actores. Así pues, en la escena en la que Sara, mirándose al espejo, habla consigo misma sobre los problemas que conllevará reiniciar su relación con François o en el desarrollo de la subtrama que aborda los problemas paternofiliales de Jean, Denis antepone el peso de una narración tópica que entorpece, además, por un montaje en múltiples ocasiones problemático.
Sin embargo, la divagación absurda, posiblemente arbitraria, a través de una miscelánea asfixiante de emociones descontroladas, toma una densidad considerable porque entiende justamente el atractivo de su naturaleza inexplicable y se entrega por completo a lo abstracto de la carnalidad, la gestualidad, el grito y el silencio. Existe, por lo tanto, un trabajo físico que bascula drásticamente entre lo cruel y lo tierno, habitando el plano desde una expresividad desprovista de cualquier propósito narrativo o estético, como una experiencia entre lo realista y lo performativo cargada de verdad. No parece haber una justificación evidente sobre este comportamiento y, de hecho, la película es incoherente consigo misma cuando intenta ofrecer uno —siempre mediante el diálogo, no la imagen, como hemos apuntamos anteriormente. Al fin y al cabo, todo parece conducir a ese gesto tan nimio, concreto y necesario de la que Jean y Sara hablan: poder recobrar el aliento. Recuperarse para así poder continuar con nuestras vidas o recomenzar una nueva.