Los secretos como imagen reflejada de una sociedad impía. El individuo ajeno al colectivo, inmerso en el drama. El medio de expresión discordante siempre comprometido con los dispositivos visuales y sonoros que la tecnología nos ofrece.
Es fácil reducir las inquietudes de un director hasta conseguir evocarlas en cada una de sus películas. En el caso de Aly Muritiba se han ido perfilando para evolucionar en sus trabajos, pero siempre se permite entroncar sus dramas en unos pocos elementos comunes que consiguen de algún modo diferenciarse del resto y entre sí. Cuando el drama parecía un compromiso con los diferenciados estratos sociales imperantes en la población brasileña, casi un acuerdo tácito por resaltar esas inquietudes que marcan a sus habitantes, Muritiba bordea estas diferencias para centrarse en la supervivencia de aquel que, casi por casualidad, se ve atrapado por la crueldad de la vida misma y, a través del silencio, solo con sus actos nos describe un universo complejo donde afrontar aquello que los convierte en bombas de relojería, aunque no se perciba en la superficie.
Muritiba nos convence de un mal universal a través de relaciones concretas. Si en A minha amada morta conseguía revolucionar el duelo de un hombre a través de unas grabaciones de vídeos caseros, en Ferrugem son las redes sociales las que generan el cambio. Distintos lenguajes para diferentes generaciones con un mismo fin: la discordia a través de la imagen, el lenguaje visual interpelando a sus silenciosos protagonistas y a la vez comprometiendo al espectador con sus secretos.
Cuando la madurez no era capaz de resolver con tino los conflictos de los adultos en su debut, el director se centra en dos adolescentes en Ferrugem. Un chico y una chica que se relacionan por sus redes sociales mientras intentan conectar también de un modo físico. La película comienza con un tono ligero, que va cargando sus tintas al ir desplegando las alas de cada uno de los implicados. Pronto estas imágenes ajenas, esas redes sociales que entendemos como un medio de comunicación vital se transforman en la discordia, y donde se podría caer en el drama fácil y exorbitado, Muritiba sabe bordear con elegancia los hechos para que, sin perder el impacto, se respire una crítica social apenas perceptible que sirve de sostén a sus protagonistas erráticos.
Así no nos podemos centrar simplemente en el drama acontecido o en el suspense que sostiene la duda sobre cómo se ha llegado a ese punto. Lo que encontramos son personas al borde de la ruptura, incapaces de comunicarse entre ellos cara a cara, como si la salvación fuese cómplice del silencio.
Ferrugem comprime dos partes diferenciadas. Mientras en su inicio vive a contrarreloj un momento desesperado, en su segunda parte se compromete con aquello que más le gusta, la dificultad de la expresión. Para ello nos envuelve de un contexto que va despertando cargado de suspense, de dudas razonables dentro de una expresividad de adolescentes, donde tardan los adultos en tomar una postura concreta, prácticamente desaparecidos a lo largo del metraje, como si fueran apuntes a los que los más jóvenes no pueden recurrir y que finalmente se muestran poco resolutivos cuando toman la palabra, como intentando afianzar esa idea de la comunicación fantasma que enferma a la sociedad, y confirmando que no hay edad a la que saber afrontar que los siempre errores se arrastran tras cualquier decisión tomada, llevándoselo todo y a todos por delante.
La película es salvaje en su mensaje, pero contenida en su ejecución, por lo que sabe invadir los espacios más íntimos de sus protagonistas de un modo casi imperceptible, manejando los tiempos con confianza y desgranando a dos adolescentes perdidos por un encuentro fortuito, donde la culpa personal es más poderosa que la presión social, esa que parece indemne ante el drama ajeno.
Su interés por ese lenguaje que no enfrenta directamente a los implicados sigue siendo un vehículo poderoso en su última película, una Desierto particular que llega estos días a cines, y que invita a investigar a conciencia a su director, para saber hasta dónde puede el individuo hacer frente a la sociedad en el más estricto silencio.