Como hizo en su anterior largometraje, el quebequés Félix Dufour-Laperrière crea en Archipel un espacio para reflexionar sobre su propia identidad histórica, su cultura y el rumbo al que se dirige. Pero lo que en Ville Neuve era una narrativa convencional, de personajes concretos que servían como base para construir una expresión abstracta, aquí partimos directamente de una abstracción poética y esquiva. Un recuento de reflexiones sobre un Quebec imaginado, con un tenue hilo conductor y narradas por una voz femenina que se presenta como un ente lleno de recuerdos y sensaciones, cuya existencia, otra voz masculina, más burda e incrédula, pone en duda.
A lo largo de su breve metraje, asistimos a una suerte de tour por una serie de islas imaginarias ubicadas en la zona canadiense, en el que obtenemos pinceladas de su pasado y su presente a través del collage de grabaciones e imágenes de archivo, dibujos sobreimpresos y trazos libres. El material auténtico, en todo caso, se desvirtúa en favor de la representación lírica y abstracta de la cinta. Con todo ello, Laperrière crea un mosaico de paisajes tan cautivador como poco cohesivo, un ensayo poético y filosófico en el que no parece necesario converger a un punto.
Archipel es, en varios aspectos, una obra fascinante. Gracias a la ingente cantidad de técnicas utilizadas y su mezcla de imagen real y animación, su resultado final se siente como un mosaico de sensaciones inabarcable, una obra que se podría ver una y otra vez y se sacarían nuevos significados e interpretaciones. Al no preocuparse de seguir una linealidad muy estricta, se puede ver también como una colección de secuencias, cada una de ellas con una fuerte identidad por sí misma. Es una película que se siente personal, y como tal divaga y transmite sus pensamientos de manera desordenada, a través de dos avatares elegidos y en un diálogo prolongado.
Y si ésa es su mayor virtud, también es su mayor defecto. Exige al espectador dejarse llevar y entrar en el juego de reflexiones, pero el lenguaje es en ocasiones tan obtuso, da tantas vueltas —o se toma licencias poéticas, según por donde se mire— para llegar a donde quiere llegar, que a las dificultades para seguir una narración con ya escasa linealidad se le suma una presentación progresivamente más encerrada en sí misma. Llega, pues, un punto en el que ya no siento que compensa seguir el flujo de ideas y simplemente espero que alguna de ellas evoque algo en mí, y a medida que va avanzando la cinta esa expectativa se vuelve más y más complicada.
Por otro lado, de lo que deja intuir o transmite de algún modo Archipel hay cosas que no me terminan de gustar. Veo en ella una fijación excesiva en el pasado, en las costumbres de entonces y en las revoluciones y luchas que dieron lugar a lo que hoy en día es la sociedad quebequesa. Esto no debería molestarme en teoría, porque al fin y al cabo mirar al pasado es un ejercicio clave para entender el presente y el futuro y si algo quiere o pretende Laperrière es explorar el contexto en el que habita. El problema es que él, en esta película al menos, parece plantear el pasado como un refugio y su desdén hacia el presente es patente. Me da la sensación de que tiene una lectura en cierto modo reaccionaria o romántica con la que no comulgo.
Todas estas sensaciones pueden variar según la predisposición de cada uno y la capacidad de adentrarse en la propuesta, pero lo que queda meridianamente claro es que Archipel es una muy interesante obra para cualquier espectador que quiera explorar una animación adulta, política y personal. Su carácter de ensayo y poema la convierte en un terreno lleno de evocación, listo para ser interpretado, para generar sensaciones e ideas, o simplemente para permanecer oculto en su abstracción y listo para volver a él, indagar y obtener conclusiones tal vez radicalmente distintas a las que se extrajeron la primera vez.