La palabra desnuda
La economía narrativa con la que Adrián Silvestre presenta el conflicto de Raphi (Raphaëlle Pérez), la protagonista de su nueva película, Mi vacío y yo, establece un estilo cargado de significancia. El cuerpo y, por lo tanto, la historia de Pérez, se elevan desde los tres planos iniciales como el centro de un filme que intenta cuestionar la validez de su propia mirada mientras la construye. En la cinta de Silvestre, Raphaëlle Pérez se interpreta a sí misma, una mujer transexual francesa que vive en Barcelona y quiere encontrar una pareja estable en su vida, que la acepte tal y como es. En un acto de valentía gigantesco, la actriz se desnuda emocional y físicamente ante una cámara despojada de virtuosismos que pretende capturar el proceso de transformación de su protagonista integrándose en una realidad repleta de capas y matices. La austeridad escénica de Silvestre, por lo tanto, es la consecuencia directa de anteponer la voz de un colectivo secundado, acercando al espectador a sus vivencias, preocupaciones y sueños.
En las imágenes de Silvestre reside un valor testimonial profundo y logra generar situaciones de reflexión y debate que, aunque queden lastradas por un carácter entre lo expositivo y lo didáctico —y, en el peor de los casos, motivacional—, realmente impulsan un cuestionamiento sólido e incómodo sobre el lugar que ocupan en nuestro día a día personas como Raphi. El tono documentalista permite situar a personas del colectivo LGTBIQ+ en espacios íntimos y de seguridad donde puedan expresarse libremente, reivindicando a través de ello su importancia y alejándose de un reduccionismo infantil que se limite a categorizar sus cuerpos.
Sin embargo, Silvestre no es capaz de proyectar gran parte de sus ideas si no es a través de la palabra, relegando la imagen a un territorio inocuo y superficial. La arbitrariedad que denotan muchas elecciones de montaje —véase la primera conversación entre Raphi y su doctora, repleta de cambios absurdos en la escala de plano— o la incorporación de dispositivos virtuales y medios de socialización digitales, en especial Tinder o Instagram, interfieren ortopédicamente en una sobriedad visual fallida, pues la espontaneidad a la que se aspira queda anulada. Las cualidades verbales de Mi vacío y yo pierden buena parte de su valor porque no se funden con su puesta en escena, abocada a una desnudez excesiva, demasiado pobre.
Los parajes más inspirados de Mi vacío y yo, no obstante, sí desprenden una fuerza expresiva admirable. En las escenas sexuales, la entrega absoluta de los intérpretes, en especial, Raphaëlle, y el tacto de Silvestre —desmarcado completamente de una perspectiva morbosa— capturando su fisicidad, dan lugar a momentos poderosos. El sexo aflora entonces como un acto de formas distintas. Puede ser humillante, doloroso y destructivo, pero también divertido, alentador y constructivo. En estas secuencias, la idea de la visibilidad de nuestros cuerpos como eje central de las relaciones sociales contemporáneas resuena con fuerza, pero adquiere una representación muy especial en otro momento, cuando Raphi y un hombre se besan entre los maniquíes de una exposición de moda. Todos ellos, instantes en los que la palabra es muda y la voz de Raphi se propaga mediante las propiedades de la imagen que ocupa.