Nada como un simple descuido para retratar la variedad de situaciones o reacciones que puede generar una simple cartera en el lugar inadecuado. La ironía del dinero, uno de los últimos largometrajes de Edgar Neville (más conocido por cintas como su ya clásica La torre de los siete jorobados o La vida en un hilo) acompañado por el galo Guy Lefranc (autor de una de las adaptaciones del Knock de Jules Romains) para la ocasión, sigue a través de una suerte de narrador omnisciente las desventuras de cuatro personajes que se encontrarán ante tal dilema: un dinero que bien podría ser provechoso, pero que evidentemente no es de su propiedad.
Así, ese narrador encarnado por Pedro Porcel describe con prontitud a través de su soliloquio la ironía que se desprende del título, delineando así un componente satírico que bien se puede sustraer de la picaresca de algunos personajes como de determinados momentos de lucidez que posee el libreto escrito por Neville —véase, por ejemplo, esa subversión de roles del tercer episodio, donde el papel dominante es el de una mujer que incluso maltrata a su marido para disculpar su acción minutos más tarde diciendo que lo hace por su bien—.
La ironía del dinero no circunvala, pues, solamente sobre aquello que puede disponer lo puramente material, y se muestra asimismo como un lienzo que supone un avezado retrato social más allá de ese componente, hecho que se puede entrever también mediante la perspectiva o forma de comportarse (y no precisamente ante ese mencionado dinero) de algunos personajes, que dotan de un registro más enriquecedor (por mordaz) a cada uno de los relatos, si cabe.
A ello contribuye el enfoque de un Edgar Neville que ni mucho menos dirime todas las circunstancias desde un terreno adecuado como hubiese sido el de la comedia, y que si bien entrega momentos del género de lo más divertidos —como en el episodio protagonizado por el gran Fernando Fernán Gómez, o desde ese tira y afloja entre una pareja que propiciará una fortuita pero divertida cadena de acontecimientos—, también adquiere desvíos de lo más atrevidos —en especial, teniendo en cuenta el tipo de film que afronta— como esa inclinación por el ‹noir› de su segundo vector, finalmente bien resuelta en el tono humorístico generalizado, o el acercamiento más dramático del último capítulo, donde se pone de relieve un interesante contraste entre personajes que provienen del medio rural y urbanitas que los miran por encima del hombro—.
Lejos de la moraleja que desprende cada segmento, que incluso entrega resoluciones más irónicas de lo que parecen indicar sus hechos, el film de Neville se perfila ante todo como una certera radiografía desde la que reflejar algunos de los aspectos de la sociedad española de la época, mostrando en alguna ocasión cierta audacia más allá de los estereotipos y tópicos a los que suele apelar un género como la comedia.
La ironía del dinero se alza de ese modo como un ocurrente (y por momentos) sorprendente fresco que, aún a día de hoy, conserva una vigencia a ratos lacerante, pero que ante todo sabe preservar ese tono afable que, sin embargo, no es óbice para desdibujar ni mucho menos una disertación de lo más oportuna; esa que nos recuerda de qué pasta estamos hechos a la par que sustrae instantes de una lucidez y causticidad que no tantos autores han sabido glosar como lo hacía Neville, y de los que bien podría empaparse más de un autor a día de hoy para que, entre tanto páramo, también encontrásemos de tanto en tanto algún oasis humorístico.
Larga vida a la nueva carne.