La pólvora, como los designios de la vida, forma parte ineludible del día a día de Johan. Hijo de dos miembros de la resistencia noruega durante la Segunda Guerra Mundial que se dedicaban a volar puentes para entorpecer el avance alemán, Johan acogerá las explosiones como parte indisociable de su ser; reservado, formal y distante con quienes no forman parte de su círculo íntimo, esto es su familia y su amiga Solvor, un incidente con esta última provocará que aquello que había despertado en la comunidad respecto a los Grande, el linaje de Johan, un insólito odio por su forma de actuar durante el citado conflicto, se vea acrecentado obligando al joven a huir al otro lado del charco para continuar haciendo aquello que mejor sabe: manejar los explosivos para realizar cuantas detonaciones quisieran los americanos, labrándose así un trabajo hasta la vuelta a su Titran natal; y es que las raíces, unidas a un fuerte vínculo con su tierra, así como la posibilidad de revertir los errores del pasado, harán del regreso de Johan algo prácticamente forzoso.
Mediante una narrativa sólida que emplea con acierto una voz en off que no se superpone en ningún momento al relato si bien está presente en casi todo su trayecto, Hallvar Witzø compone un film que se aleja en gran medida del tono de comedia que parecía presagiar una premisa como la inicial —aunque encuentra en la ruda constitución de Johan y en sus, en ocasiones, toscos movimientos, algunos de los instantes más bruscos y extrañamente divertidos del conjunto—, logrando a través de la construcción de su personaje central un tono que oscila entre la ternura (que no compasión) que despierta a ratos, y la crudeza de un entorno que no respeta ni siquiera a los muertos blandiendo excusas de lo más triviales desde las que sostener prejuicios que más bien parecen devenir en tradición. Una tradición que señala a Johan, y le expone pese a su modesto objetivo: volver a empezar e intentar restablecer una relación que sostuvo en algún momento su adolescencia, pero terminó marchita en manos del azar y de la irrefrenable animadversión de una comunidad que actúa más desde la impostura —por aquello de qué pensará el prójimo— que desde el propio razonamiento.
No obstante, el cineasta noruego no afronta Todo el mundo odia a Johan como una exploración de esa temática social que parece deslizar el relato, apuntalándolo desde esa figura protagonista y la búsqueda emprendida; desafortunadamente, el tratamiento que se le otorga no encuentra extensión en un personaje femenino que en más de una ocasión se antoja demasiado opaco en sus intenciones, y a menudo da una sensación de desdibujamiento que se acrecienta a medida que su homólogo parece encontrar nuevos asideros desde los que afrontar un periplo tan agotador como complejo. De ese modo, se percibe una cierta indefinición que ni la determinación de su protagonista en algún momento, ni algunos pasajes de lo más inspiradores logran suprimir. Pese a ello, Witzø logra sustraer algunos instantes de insólita belleza que dotan al film de una penetrante voluntad cuya eclosión nos lleva a un último (y consecuente, en especial con un tono bien perfilado) estallido que, de la emoción a la extrañeza, parece describir la síntesis de un largometraje con las suficientes cualidades como para encontrar alicientes en el cine del noruego en un futuro no muy lejano.
Larga vida a la nueva carne.