En la ópera prima de Luàna Bajrami se nos muestra primero cómo los distintos espacios que transitan sus tres protagonistas adolescentes determinan sus formas de vida dentro de lo cotidiano. También las limitaciones para sus propias aspiraciones en un entorno aparentemente abierto a la naturaleza de una pequeña aldea en una zona rural de Kosovo. Qe (Flaka Latifi), Jeta (Urate Shabani) y Li (Era Balaj) pasan el tiempo juntas hablando en una casa en construcción abandonada o en las rocas de una colina, donde intercambian sus sueños de progreso y libertad, rodeados de un paisaje aparentemente idílico y sin límites. La colline où rugissent les lionnes (2021) nos muestra primero este ambiente y existencias opresivas, con unas sencillas ambiciones para estudiar en la universidad, emanciparse o incluso marcharse del país. Pero las fronteras y la situación geopolítica de la región hacen imposible que puedan evadirse de su situación huyendo. Los orígenes de la directora tienen una influencia directa en el relato e incluso ella misma aparece interpretando a una joven migrante que pasa unos días e interactúa con ellas, hablando de las diferencias con Francia y más específicamente París. El concepto de libertad es ambiguo y contradictorio y les explica que ella caminando por sus calles se siente ahogada.
Y de esta idea de que en países más ricos una persona puede sentirse igual de reprimida en sus intereses de realización personal o sus decisiones, el contrapunto de las jóvenes no deja lugar a dudas. Al menos esa falsa sensación de poder elegir o tener oportunidades es mejor que simplemente no tenerlas, no poder ni soñar con ellas por la imposibilidad que las sepulta. Sus relaciones con chicos, sus tensiones con los padres, los conflictos con los criminales y gamberros ocupan su mayor parte del tiempo. Un tiempo que transcurre lento sin que apenas cambie nunca nada, que se transmite por la misma concepción visual de la película en su primera parte, repleta de tiempos muertos, silencios y planos largos. Cuando llegan a su límite toman una decisión: organizarse como una banda de ladronas para conseguir una gran cantidad de dinero que les permita dejar el país y concretar sus deseos. Bajrami no teme arriesgar y la misma película muta como sus personajes a una historia con elementos de género policíaco. La edición se vuelve ágil y la narración se centra en esta deriva criminal en la que ejecutan golpes a la perfección emulando sin mayor disimulo el tipo de protagonistas y gestos que parecen salidos de filmes de ladrones de Hollywood.
Los montajes de paso del tiempo con el subrayado de la banda sonora ayudan a capturar múltiples elipsis de sus robos para llegar a lo que realmente le interesa a la cineasta. Con la cámara crea composiciones precisas desde los planos generales que proyectan el vacío de las chicas exteriormente, la amplitud de los planos que fijan el vínculo de ellas hacia su desesperanzador contexto, aprovechando tanto los elementos arquitectónicos como los urbanísticos —a través del uso de reencuadres, simetrías y fragmentación del espacio—, así como una gestión de la escena muy habilidosa que potencia el aspecto dramático de los diálogos, buscando capturar la intimidad con sus planos más cerrados y la cámara en mano. ¿Qué hacen cuando acumulan suficiente dinero como para permitirse ciertos caprichos y satisfacer sus ansias rebeldes? La cinta evoluciona de nuevo en una ‹road movie› en un lujoso coche recién comprado. Bañarse en un lago y explorar su sexualidad, coger una habitación en un hotel con todo tipo de comodidades y bailar despreocupada y libremente en una salida nocturna. Pero sus hogares, familias y orígenes mediatizan su identidad. Un sentido de pertenencia del que es imposible deshacerse por completo, aunque suponga una condena por transgredir las normas y los límites de una existencia marcada simplemente por el lugar de nacimiento.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.