El debate cinéfilo que enfrenta forma y contenido es tan antiguo que da un poco de pereza abordarlo. Además, suele ser estar viciado de simplezas, como si ambas categorías fuesen espacios estancos por uno de los cuales uno debiera decantarse inevitablemente, en lugar de dos elementos que necesariamente tienden a imbricarse y fundirse en uno solo. El caso es que, con Soul of a Beast, es muy fácil volver a caer en ello, encontrándonos ante un producto con un virtuoso manejo de lo formal, poseedor de un ímpeto expresivo nervioso y huracanado, a cuyo margen los fundamentos narrativos y argumentales parecen quedarse en muy poquita cosa. Si alguien vio Cherry Pie, la anterior película de su director, el suizo Lorenz Merz, no se sorprenderá demasiado. Sin embargo, allí la estética, además de seducir al espectador, se insertaba de forma sabia y alquímica en el cuerpo de una narrativa opaca y misteriosa, y era precisamente la sensación de extrañamiento que generaba la combinación de ambos aspectos lo que hacía de ella una película tan difícil e interesante. Con Soul of a Beast, por mucho que haya querido introducir en su seno elementos alegóricos y simbólicos, se percibe un desequilibrio constante entre la tibieza de lo que se nos cuenta y la fuerza con la que eso mismo se vuelca en la pantalla. La sensación que uno extrae es que Merz lo ha apostado todo al impacto sensorial, y en ese terreno pantanoso de música e imágenes usualmente arrebatadoras es donde la cinta se hunde poquito a poco.
La historia de amor a tres bandas entre un joven padre soltero, su amigo (que vive no se sabe muy bien de qué) y la novia de este, a la que conoce casualmente y que alberga sueños de una vida en libertad en Sudamérica, todo ello en un trasfondo social que tiende a lo apocalíptico, se teje y progresa de forma arrítmica y descompensada, con habituales caídas en el absurdo que no acaban de funcionar, y con pretensiones de desgarro emocional que tampoco llegan a buen puerto porque ninguno de los personajes logra adquirir el peso suficiente como para que a uno le pueda interesar su porvenir. Esto, en cierto modo, pone en valor lo que hacen o hicieron cineastas como Wong Kar-wai, uno de los referentes evidentes de Merz, a la hora de pergeñar emocionantes historias de amor levantadas sobre un acabado estético prodigioso. Merz tiene sin duda los medios y el talento: rodeado de un equipo técnico y artístico sobresaliente (la labor de montaje y fotografía de Katharina Preiswerk y Kimoto, en colaboración con el propio Merz, es impecable), lo que se ofrece aquí es una experiencia estética de primera magnitud, llena de momentos de una creatividad bulliciosa que, en ocasiones, cristaliza en un surrealismo poético tan extraño como delicado. Y, sin embargo, el sentimiento predominante es la indiferencia.
Es frustrante, pues, que una película tan genuinamente romántica, tan emocionalmente visceral y turbulenta, apenas se meta en la piel del espectador, apenas lo magulle y le haga daño. Su trágica historia de amor y amistad traicionada se pierde en un vendaval de imágenes hermosas que, con demasiada frecuencia, no llevan a ninguna parte. De poco sirve el buen hacer de Merz, así como de su entonado y bello reparto (hay algo muy fascinante en la actriz Ella Rumpf, a quien muchos descubrimos en la reciente Tokyo Vice, y Pablo Caprez aguanta igualmente con soltura casi todo el peso de la película), cuando lo que vemos empieza a desinteresarnos bastante antes de haber llegado al desenlace. ¿Estamos, pues, ante una mala película? No, en absoluto. Aunque sólo sea para apreciar la habilidad de Merz para fraguar, mediante la música y el montaje, atmósferas narcóticas y alucinatorias en las que a ratos da gusto perderse, esta pequeña pero ambiciosa película merece cierto reconocimiento, lo cual no impide que en su conjunto uno la sienta fallida, demasiado ensimismada en su estilizado envoltorio como para lograr otorgar densidad humana y afectiva a sus desorientadas criaturas, jóvenes constreñidos por el peso de las responsabilidades de la vida adulta y atrapados en las corrientes imprevisibles de una sociedad en crisis (política, humana, moral) a la que pertenecen y de la que les cuesta la misma vida escapar.