Verano, una de esas épocas del año que bien podría ejercer como ‹impasse› desde el que afrontar ciertos conflictos difíciles de acometer con la aparente calma y serenidad que puede llegar a aportar el periodo vacacional: no tanto por el tiempo provisto, que en el caso de la protagonista del tercer largometraje del canadiense Sébastien Pilote —que esta semana llega a cines con su particular adaptación de la novela de Louis Hémon, Maria Chapdelaine—, la joven Léo, será menor mientras acomete el fin del curso escolar compaginándolo con un trabajo veraniego, sino más bien por una quietud que en La disparition des lucioles —galardonada como Mejor película canadiense en el TIFF— no sólo se traslada a una estación concreta del año, sino también al carácter de una pequeña y tranquila ciudad industrial donde se desarrolla la acción. En ese marco, esperando la llegada de su progenitor y conviviendo con una madre cuyo desapego se hace patente desde la primera secuencia, así como con la pareja de esta, Léo encontrará en Steve, un cuarentón que da clases de guitarra, el apoyo ideal desde el que huir de una realidad que, aunque el cineasta canadiense presenta con una apacible naturalidad, se presenta en cierto modo asfixiante, incluso abrumadora. Un hecho que, por su parte, Pilote detalla desde una certera secuencia germinal, añadiendo sugestivos apuntes desde los que acentuar esa situación —como esas secuencias donde su madre le apremia acerca del trabajo, o esos extractos radiofónicos que le recuerdan constantemente la presencia del novio de su madre, cuya presencia no parece del gusto de Léo— sin necesidad de subrayados innecesarios.
La disparition des lucioles posee la gran virtud de moverse con el aparente sosiego de una noche de verano, haciendo que el periplo de Léo no arroje dudas sobre sus intenciones. La joven en todo momento encuentra la bifurcación adecuada desde la que enfocar sus relaciones, descubriendo incluso la forma de reforzar un estado que tendrá en Steve una suerte de bálsamo —en ese sentido, funciona muy bien la escena de la noche de graduación de Léo donde, mientras toma algo con su acompañante, se encuentran con un llanto, cuyo origen se descubrirá en un (impagable) plano general que describe los motivos de la protagonista para huir de su entorno—. Todo ello se infiere de un oportuno tono que Pilote maneja a través de una fotografía de tonos agradables combinada con esa quietud que rompe ocasionalmente, más allá de los diálogos entre los personajes, una banda sonora bien integrada y acorde con la esencia del relato —cuya incorporación, si acaso, se siente un tanto excesiva en los minutos previos a la conclusión—. Además, sobresale también en la percepción del canadiense ese modo desde el que apuntalar la capacidad comunicativa que se deduce de sus planos: ya no se trata tanto, pues, de líneas de guión o de gestos —que también los hay, y por momentos de lo más reveladores, como ese instante de la moto recreativa en el bar—, sino de como afianza las miradas y les otorga un significado ciertamente expresivo. Incluso cuando se fijan en el vacío, son capaces de reflejar un estado afectivo que, a ratos, parece en suspensión.
Karelle Tremblay y Pierre-Luc Brillant son los responsables de encontrar una comunión que va más allá de la mirada de Pilote, y que halla en la correspondencia entre los dos actores un intenso vínculo que traspasa la pantalla; algo que se deduce en la reacción de Léo al final, cuya rabia contenida va más allá de triviales palabras que, por hirientes que puedan llegar a ser, ni siquiera alcanzan a describir un estado apocado a las decisiones de los adultos; y aunque la reacción de la protagonista pueda parecer desmesurada —para avergonzarse de alguien, quizá también haya que saber avergonzarse de uno mismo—, al fin y al cabo surge como explosiva respuesta a una situación que ni siquiera puede controlar lejos de aquello que la alimenta. La disparition des lucioles se muestra así como un film maduro, que huye de cierta raigambre genérica (desplazando la ‹coming of age› a un terreno mucho más fértil), y explora con delicadeza los pormenores de una relación desde la que no sólo afrontar el conflicto, también interiorizarlo, siendo además capaz de finalizar algunas aristas del relato con entereza, sin abogar a un dramatismo que hubiese resultado impostado y falso —pienso, por ejemplo, en la sencillez con que recoge Pilote la marcha del padre—. Con La disparition des lucioles estamos, en definitiva, ante un film emotivo y reflexivo que afronta con convicción el drama escapando a lo elemental, y convirtiendo una huida en aquello que bien podría ser percibido con una sonrisa cómplice de aquel que sabe ante qué se encuentra.
Larga vida a la nueva carne.