Por paradójico que pueda parecer, el cine de acción ha encontrado en numerosas ocasiones un aliado de lo más particular en los espacios cerrados: basta con remitirse tanto a las grandes obras del género (véase La jungla de cristal de John McTiernan a modo de paradigma de esa máxima) como a piezas recientes (The Raid de Gareth Evans o la versión de Dredd dirigida por Pete Travis) para percatarse de que, precisamente, hacer transcurrir la acción en un mismo lugar no tiene ni mucho menos por qué limitar las posibilidades del género. Precisamente esos escenarios vuelven a capitalizarlo en el nuevo largometraje de David Leitch, una Bullet Train donde uno de los transportes por antonomasia de nuestros tiempos se erige protagonista: un escenario ya explotado por grandes cineastas como John Frankenheimer en El tren o a través de títulos como el Pelham 1, 2, 3 de Joseph Sargent, que también dejó incursiones de lo más estimulantes en la cinta que nos ocupa, Nevada Express de Tom Gries, una de las dos colaboraciones del cineasta con Charles Bronson, que ese mismo año también le dirigiría en Fuga suicida.
Emplazada en el lejano Oeste, aunque esa particularidad se erija principalmente como forma de dotar de una ambientación específica a la historia más que como modo de acogerse a las claves del western, Nevada Express se establece más bien como un relato de intriga clásica donde nadie es lo que parece, y en el que la figura de Bronson se alzará como principal instigador de una investigación tras los extraños sucesos a bordo; presentado el de Pensilvania como un tipo al que no le gusta la violencia —«I am not a man of violence» es su frase más recurrente—, pero al mismo tiempo frío y audaz, Gries se sirve de esa dosis de suspense más bien como un modo de dibujar sus personajes —siempre teniendo en cuenta los ases que puedan guardar en la manga— así como de articular los cimientos de un relato que hará derivar el film paulatinamente hacia otros terrenos: un hecho que queda evidenciado desde algunas de sus secuencias más logradas, como la del descarrilamiento del vagón de los soldados o ese enfrentamiento en la cubierta del tren bajo la nieve. En ellas, el cineasta condensa la vertiente más espectacular de un film que aprovecha a la perfección las posibilidades del vehículo en el que se desarrolla.
Nevada Express es capaz, con poco, de dinamizar el relato mediante secuencias que encajan en su narrativa y le otorgan cierto empaque, cohesionando sus cualidades gracias a un ritmo que solo parece mostrar fallas en sus primeros minutos, pero que a raíz de la administración de esa intriga se alzará como una de sus virtudes centrales. Se podría decir, pues, que estamos ante una obra que, con poco, logra un sugerente resultado, y aunque desplace su último acto fuera de esos raíles donde Gries se había manejado con firmeza, acometiendo una conclusión a la que le resta cierto poderío —incluso en el modo de desechar algún villano cuya introducción parecía mucho más provechosa que el inocuo final que se les ofrece—, se alza como un interesante entretenimiento que integra con congruencia los distintos elementos provistos. Así, puede que no estemos ni mucho menos ante una obra capital, ni siquiera notable del género, pero sí ante una atrayente mixtura que empuña con perseverancia algunos de sus tropos sin caer en el terreno del ‹déjà vu›, deviniendo en más de un momento un personal ejercicio que satisfará a algo más que a los fans del mítico actor en una de sus cintas más olvidadas, pero no por ello desdeñable ni mucho menos.
Larga vida a la nueva carne.