Sin duda, la palabra clave en Jusqu’ici tout va es la honestidad. Y no solo por el constante debate que se produce en el film (y de hecho es el eje central del mismo) sino por ver si estas disquisiciones se aplican en la propia película. Puede parecer un elemento baladí, pero si estamos ante un ejercicio sobre la creación, sobre los motivos (y motivaciones) que hay en una película para rodar las cosas de una determinada manera, qué menos que ver un reflejo del discurso en el resultado final.
No es que el debut de Francesc Cuellar plantee excesivas novedades temáticas ni formales, pero en el trasfondo de todo sí que hay un arriesgado salto hacia la desnudez propia del creador. Algo que, para ser un debutante, puede parecer, así de entrada, un producto autoindulgente. Al fin y al cabo, una suele mirar por el retrovisor (de su vida, de su creación) añadiendo el factor tiempo, acumulación de experiencias y “pecados”. Sin embargo, hay algo en la cinta que destila autenticidad o, como mínimo, un buen ‹know how› en la manera en que escala una dialéctica creativa en una auténtica batalla donde lo personal y lo artístico acaban por ser vasos comunicantes, elementos que se retroalimentan y que difuminan los límites entre lo ficcional y lo real.
La honestidad, pues, bascula en torno a las decisiones, a aquello que un director cree más conveniente para redondear su producto y, a su vez, acerca de cómo puede destruir las herramientas que utiliza (o incluso a sí mismo) en el proceso. Y para filmar todo esto, Cuellar se ampara en la simplicidad de la puesta en escena, en un escenario cuyas dimensiones se reducen mediante el plano a la vez que la tensión aumenta. Lo importante aquí no solo son las palabras sino su repercusión en las expresiones, en el dolor que puedan transmitir. En este sentido quizás se eche de menos algo más de pausa, más silencios que permitan digerir la avalancha emocional que se produce por momentos.
Nada de ello es obstáculo para captar lo que el director pretendía, que no era otra cosa, como decíamos, que un producto honesto. Pero, más allá de las disquisiciones metacinematográficas y sus repercusiones éticas y morales, el film nos ofrece también, de forma de bella e inesperada, el propósito último de todo ello que no es otro que una suerte de exorcismo vital, de redención ante la ausencia de liberación del dolor. Y todo mediante algo tan sencillo como la exhibición de un video casero cuyas imágenes contrastan con las palabras que se dicen. Un momento especialmente bello y que, aunque aparentemente desconectado de lo anterior, le acaba por dar un sentido global al conjunto.
Así pues estamos ante un debut que, si bien no aporta nada excesivamente novedoso, sí se ofrece sin tapujos ante la audiencia como un salto sin red hacia la sinceridad desnuda. Quizás, como decíamos anteriormente, puede parecer autoindulgente, pero en realidad puede que sea la carta de presentación más brutalmente honesta que se pueda realizar lo que, ya de por sí, permite afirmar que es un auténtico triunfo para su director, Francesc Cuéllar.