Donde hay destrucción, hay alegría. Que alguien se atreva a citar una decepcionante cinta de desastres naturales, en la que decenas, centenares incluso de maquetas son destruidas en apenas unos minutos. Pocos directores podrán resistirse a un encargo cinematográfico donde muerte y destrucción sea parte fundamental de la intriga si el resultado es apoteósico. Una vez subrayada la necesidad de nuevas y carismáticas representaciones de un posible fin del mundo, de la civilización o del edificio de Correos, echamos la vista atrás en La alternativa para rescatar una joya, no tanto por su resultado sino por su derroche de medios y artistas invitados, como es Terremoto de Mark Robson.
Son los 70. ¿En cuántas películas habíamos encontrado ya a Charlton Heston como héroe promocional? ¿Y Ava Gardner, cuántas veces había rasgado sus vestiduras por amor? Y conste que lo había hecho incluso para Robson treinta años antes en La cabaña. ¿No era George Kennedy un experto en supervivencia aérea como ese mismo año demostraba junto a Heston en Aeropuerto 75? ¿Y la de gente que suspiraría por Geneviève Bujold siendo aquí abanderada de las actrices encasilladas como eterno relleno? ¿No es acaso un cameo de Walter Matthau valioso más allá de su capacidad de brindar como un estiloso borracho que conoce a la ‹crême de la crême› del barrio?
Ahora encontremos la utilidad de hacer chocar como trenes descarrilados la presencia de estos y otros muchos actores de primera línea (aunque ya lejos de su época dorada) para presenciar cómo su estimado Hollywood, aquel lugar que les vio crecer como artistas, queda destrozado por un terremoto mientras dan forma a los textos de George Fox y Mario Puzo —el segundo desmitificando su capacidad inamovible para hablar de mafiosos italo-americanos—. Básicamente, convertir Terremoto en una fiesta de opulencia hiperactiva donde los personajes se cruzan, sobresaltan, tiemblan (al ritmo de las fallas tectónicas) y desfallecen el día en que Los Ángeles iba a dejar de existir por obra y gracia de un buen puñado de productores ávidos de cines llenos y dinero, mucho dinero.
Con una extensa y necesaria presentación de personajes predestinados a dejar huella entre el polvo que necesariamente se iba a levantar al caer todos los edificios, nos adentramos en el día más importante en las vidas de un montón de vecinos y desconocidos que van a tener que tomar partido en esto de representar un papel en el lugar donde todos son actores: se avecina terremoto. Unas historias son más atractivas que otras, pero todas mantienen la expectativa de poder ver cómo resultan estas explosivas personalidades frente a una catástrofe de tales dimensiones. Gente que acaricia un futuro mejor, gente que estudia la sismología del terreno, gente que prepara cómo puede un posible e inicialmente hipotético fin del mundo. Todos listos para el día de mañana.
Tras esta amena disgregación de enredos con todo tipo de referencias cinéfilas que para el caso funcionan aunque sea solo por la localización del previsto drama —la actriz que lee sus líneas antes de un rodaje, la chica que va a ver una película de Eastwood al cine, el especialista que prepara su espectáculo con motos y fuego, el seto de Zsa Zsa Gabor—, nos topamos con el esperado momento, esa acumulación de destrozos, explosiones y peligros diversos donde se sobreentiende un presupuesto abultado pese a algunos efectos propios de serie Z que divierten más que conseguir desmerecer el despliegue técnico general. Hay un terremoto y, como todos esperábamos ver, llega el caos absoluto.
Es quizás aquí donde se pierde un poco la esencia inicial. Un exceso de personajes lleva a olvidar por el camino algunas historias para no convertir la película en un tratado de Lav Díaz, mientras se potencia la imagen de hombres de a pie convertidos en superhéroes o supervillanos, según caiga el actor al público general. Sin duda lo más notorio es la hiperactividad de un Charlton Heston omnipresente capaz de representar todos los estados anímicos de una vida en unas pocas horas, donde igual corteja a una viuda que salva a 70 personas con un taladro percutor, y que sirve como baremo para descubrir la potencia con que inicia el film, y la forma de desinflarse con prisas y sin ambición en su final, por agotamiento de recursos, cuando faltó muy poco para que lo épico definiese el film de principio a fin.
Siempre a favor, además, de meter a tantos expertos en estructuras de edificios y diques despotricando de las macro-construcciones norteamericanas, porque una buena denuncia social en una película-espectáculo siempre es un pez fuera del agua que se debe aplaudir con rabia.
Pero Terremoto es una película que sabe a dónde tiene que llegar y que no decepciona en su nivel de destrucción, aniquilación y desamparo, el nivel que una espera cuando todo se viene abajo. Un espléndido ejemplo de cine de catástrofes donde no parece una locura que la mitad de las estrellas invitadas queden estrelladas por su insignificancia en la pantalla, porque ni un Godzilla de primer nivel hubiese dejado una ciudad respetada y a la vez vilipendiada como Los Ángeles tan arruinada como aquí se representa.
Terremoto protagonizará tu tarde de sofá y palomitas, homenaje indispensable al cine de entretenimiento que todos necesitamos consumir de vez en cuando.