En tiempos de guerra todo vale, así que es momento de sacar nuestro lado frívolo y pensar en todos esos crímenes que han perpetrado peluqueras y peluqueros en nombre del saneamiento capilar. El realizador palestino Hany Abu-Assad conoce el elevado conflicto que sucede tras las paredes de una peluquería, los banales y los personales, y los transforma en un asunto político, con espionaje de altas capacidades incluido en La traición de Huda (con un título original algo menos intrusivo, Huda’s Salon).
Huda y Reem, estilista y clienta, nos proponen dentro del salón de belleza un abanico de posibilidades que rascar a lo largo del film. Huda cuestiona y Reem suelta todas esas desavenencias maritales que la asfixian. Nos encontramos así con un matrimonio joven, imperfecto, viviendo a un lado del muro que oprime y separa dictatorialmente, pero no es nuestro verdadero objetivo. Rápidamente cambia el ritmo de la historia, Huda reinventa un posible destino y lo que podría ser un drama se transforma en algo totalmente inabarcable. De forma sencilla, sin necesidad de excederse en los escenarios, y con unos diálogos vívidos y adictivos, La traición de Huda se desviste para introducirnos en el mundo del chantaje, en una latente guerra que mina la integridad de quien intenta llevar una vida normal en su interior.
Inteligentemente, nos hablan de “servicio secreto“ y “resistencia” sin determinar los verdaderos objetivos de unos y otros, mostrando un ahorcamiento para la sociedad palestina entre ambos bandos por vivir condicionados por sus actos. Ese salón, punto de partida como símil de lugar donde las confesiones no van a ser divulgadas, más sagrado que cualquier centro religioso, nos invita a dividir la trama en el discurso de dos mujeres, para comprender el conflicto de intereses personal y por consecuencia, social, que ambas viven. Una como prisionera del estado, preparada para lo que va a suceder. Otra incapaz de asimilar lo que ha ocurrido, buscando cómo deshacerse de aquello que acaba de conocer.
Ese corte de pelo que nunca se llevó a cabo muta en otros dos escenarios. La cárcel de Huda, el hogar de Reem, los lugares donde ambas están totalmente desprotegidas más allá de sus palabras. El director nos presenta dos mujeres fuertes, de ideas claras, preparadas para afrontar sus vidas solas si es necesario. Por contra, los hombres parecen dependientes de la sociedad y de cómo está articulada para sentirse cómodos con ella, aunque sea desde frentes totalmente opuestos.
El desconocimiento es un grado cuando quien se erige como autoridad es implacable, pero también una trampa cuando se desea simular ese desconocimiento. Es entonces cuando se nos plantea una amplia gama de luchas, internas y externas, en el relato. Porque no dejamos de lado la integridad de estas dos mujeres, de su situación familiar y de su implicación con el conflicto palestino, todo ello se mezcla frente a una misma trama y se alimenta de los acontecimientos. La gravedad de lo casual, es tal vez lo que da un ritmo vertiginoso a una historia que podría resultar densa y opaca por sus implicaciones. Siendo el muro que divide territorio palestino e Israel el verdadero punto de inflexión en los acontecimientos, ese sobre el que Reem arrastra el puño con rabia para luego morderlo, no condiciona el ilimitado drama que representan sus dos protagonistas, soberbias en sus papeles, capaces de dar un significado ya no del ciudadano de a pie en una guerra interminable, de la mujer en una actualidad opresora, sin necesidad de esconder en todo momento su verdadera forma de enfrentar el mundo en el que viven.
La traición de Huda es sorprendente y adictiva dentro de su sobriedad, un fundamentado drama que sabe jugar su baza de no implicación, de no aleccionamiento en un tema donde es fácil transgredir. El suspense se merienda cualquier afectación exagerada y no deja de sorprender por sus resoluciones, gracias a dos mujeres juzgadas y condenadas por un embudo socio-político en un momento en el que todo vale y nunca acaba.