Quizás es Hill of Freedom el ejemplo más lucido y evidente con el que refutar a aquellos que acusan al director coreano Hong Sang-soo de cierta tendencia a la repetición monótona de temas y lugares, de estructuras y fabricaciones en las ya casi tres décadas de su carrera cinematográfica. Estas acusaciones parecen más centradas en resaltar los hechos externos y evidentes en el imaginario del director coreano: la llegada o el retorno de un extraño a un pueblo o ciudad, los encuentros y desencuentros en cafés o restaurantes, la presencia del soju (vino de arroz coreano) como elemento desestabilizador para sus protagonistas etc. que en observar las estructuras narrativas sobre las que se edifican las elaboradas construcciones de su cine. Éstas son, como buena parte del arte y la cultura de extremo oriente, demasiado sutiles y ligeras para el grueso trazo y el atronar de timbales de la producción triunfante en occidente, hogar habitual y casi único para el espectador ocasional de nuestras salas.
Pero desvelemos cuál es esa estructura a la que hacemos referencia y que constituye, en esa parte arquitectónica, el ejemplo definitivo de la originalidad de Sang-soo, En la película, una maestra coreana, Kwon, recibe las cartas de Mori un hombre japonés con quien tuvo relación hace un tiempo. En las misivas, Mori, cuenta su viaje a Seúl, sus intentos por encontrar a Kwon y las relaciones que establece en el ínterin. Afectada por la lectura de la primera de dichas cartas, la profesora deja caer el resto por la escalera del patio del colegio donde trabaja. Al recogerlas, Kwon se dará cuenta de que los escritos de Mori carecen de fecha de envío o escritura, por lo tanto nunca podrá saber el orden en el que fueron escritas y se resigna a leerlas de forma aleatoria. Este mismo orden aleatorio será el que se nos presente a los espectadores en el montaje del filme y, al igual que nuestra joven heroína, deberemos discernir entre retazos e intuiciones, el orden correcto de los textos de Mori e intentar así conocer las aventuras completas del japonés en tierras coreanas.
En este sentido, cabe preguntarse si además del bar-pensión que Mori tomará como base y punto de encuentro mientras continúa la búsqueda de Kwon, Hill of Freedom también hace referencia a la libertad que esa acracia aleatoria en estructura y montaje otorgan a la película, No olvidemos que buena parte de la obra previa de Hong, se estructuraba, en claro contraste con sus rupturas alcohólicas, sobre pilares matemáticos estrictos y cerrados: repeticiones, permutaciones y variaciones rigurosamente medidas y plasmadas. Esa caída de cartas, esa lectura libre, ese desorden narrativo supone, por lo tanto, una ruptura con los antecedentes del realizador coreano que subraya (o así lo queremos ver al menos) las propias ansias de libertad de Sang-soo, cuyo cine jamás volverá a ser una ecuación fascinante pero prisionero de sus propias reglas. También cuestiona, a nuestro entender, las previsibles acusaciones de auto-repetición de sus inquisidores, que supongo que también protestarían con vehemencia de la presencia constante, más allá de lo paisajístico, del Death Valley en tantos filmes de John Ford.
Hay otro elemento que, a mi entender, es clave en profundizar la sensación de extrañamiento que vivimos en Hill of Freedom a causa de la disrupción espacio-temporal de las cartas desordenadas. Como ya apuntábamos anteriormente, el protagonista, Mori, es un hombre japonés que no habla coreano y que debe usar el inglés como herramienta de comunicación con los demás. Este conflicto cultural no es evidente (nada lo es, ya lo dijimos, en el cine de Sang-soo) pero si es perceptible, por ejemplo, en la dificultad de Mori de establecer conversaciones abstractas con los diferentes contactos que va estableciendo en su transitar por Seúl. La mentira, o al menos la mentira elaborada, es un rasgo superior que requiere dominio del idioma y de la gesticulación que le va anexa. Así, Mori se nos presenta como un personaje perdido, no sólo en un Seúl ajeno a su experiencia o en un laberinto temporal que muta con cada escrito, sino también en unas relaciones en las que carece de la sutileza del idioma propio como elemento defensivo. Su vulnerabilidad es evidente incluso por los actos de los otros en un futuro indeterminado.
No me gustaría terminar este texto sin acotar hasta qué punto es preciso y afinado el objetivo de Sang-soo, explicitándolo a través de un pequeño detalle de dirección. Al principio de la película, tras la caída y recogida de las cartas por parte de Kwon, vemos que una de ellas se queda, no vista u olvidada, en la escalera donde cayó (hecho subrayado por un pequeño zoom sobre dicha carta), Este suceso podría no ser tenido en cuenta por un espectador displicente hasta que viera que, al final de la película, tras la lectura de las cartas restantes y el abandono del café donde se produce la lectura por nuestra esquiva protagonista, hay un epílogo que corresponde, precisamente, a esa misiva no encontrada por Kwon. La carta olvidada no nos otorgará ninguna clave o solución ‹deus ex machina› al vagar de Mori por Seúl. El culmen de la odisea, de existir, se produce en un punto indeterminado del metraje. Algo que quizás ustedes pasaron por alto o descartaron con indiferencia: ¿no sucede lo mismo con la vida?