El cine de catástrofes como excusa para realizar la inmersión en otros géneros, como sucede en el drama adolescente Typhoon Club dirigida por Shinji Sômai en 1985 y Titanic 666, fantasmas en el barco más maldito que firma Nick Lyon este mismo año. ¡Adelante con el agua!
Typhoon Club (Shinji Sômai)
¿Existe peor catástrofe natural que la adolescencia? ¿No es el cuerpo desnudo de un adolescente danzando bajo la lluvia una verdadera fuerza irrefrenable de la naturaleza? Al fin y al cabo, ¿no es el constante movimiento enérgico del cuerpo juvenil la consecuencia del ciclón de emociones que se produce en su interior? La tormenta de momentos, sentimientos y acciones inexplicables que se cierne sobre las juventudes es aborda desde un punto de vista tanto simbólico como literal en Typhoon Club (1985), la sexta película de Shinji Sômai. Una especie de reverso tenebroso de la ridícula —y, curiosamente, estrenada el mismo año— El club de los cinco (John Hughes, 1985).
En ambos filmes unos estudiantes se quedan encerrados en su instituto, sin embargo, mientras la propuesta de Hughes optaba por ser una respuesta en forma de exposición obvia, académica e insípida, Sômai abraza el gran misterio que todavía hoy sigue siendo la adolescencia a través de un formalismo repleto de grandes ideas cinematográficas. Así, un tifón que obliga a varios adolescentes a confinarse en sus aulas es la excusa para tejer un relato coral cercano al ‹coming of age› y narrado mediante elaboradas —y no por ello poco orgánicas— composiciones.
Una de las principales características estilísticas de Sômai es la continuidad que presentan gran parte de sus planos. En parte, es una decisión que aquí responde a la voluntad de capturar el movimiento de los cuerpos adolescentes, otorgándoles a estos un espacio para liberarse y un tiempo en el que prolongar cada uno de sus gestos. Aun así, resulta curioso cómo, en vez de liberarse junto a sus personajes, en muchos momentos, Sômai ancla su cámara y la mantiene inamovible ante la vivacidad de los cuerpos filmados. Si se compara el baile inicial de unas adolescentes que se han colado en la piscina del colegio, donde la cámara se mueve libremente alrededor de las chicas, con otros bailes que se producen más adelante en los que el encuadre se mantiene intacto, surgen varias ideas sobre cuál es la mirada de Sômai frente a la esencia adolescente.
Por un lado, la movilidad de la cámara en la primera secuencia no posee la elegante fluidez que podríamos encontrar en el cine de Mizoguchi, pues hay cierta brusquedad e imperfección en el conjunto que, no obstante, le añade veracidad, captando el dinamismo corrompido y anómalo de aquellos cuerpos. Por el otro, cuando el movimiento juvenil se rueda en plano general, distanciado y sostenido a lo largo de una sola toma, entran en contraposición el equilibrio formal frente al descontrol de las acciones que tienen lugar en el plano. Un conflicto que Sômai desvela en sus imágenes como el eje central del filme: la imposibilidad de encarcelar las fuerzas de la naturaleza.
La energía adolescente es interpretada como una especie de catástrofe natural que en ningún momento de la película es juzgada, al contrario. Como apuntábamos más arriba, la tensión surgida del encapsulamiento de las emociones adolescentes no obtiene ninguna respuesta clarificadora, solamente es manejada con la sutileza necesaria para envolver la película de una indescriptible aura de misterio. De las acciones llevadas a cabo por los protagonistas para liberarse de su sensación de angustia (huir de casa, bailar, correr, destrozar el aula de estudio, pegarse…) termina aflorando una pulsión de muerte desgarradora y encandiladora a partes iguales. El tifón que les obliga a confinarse no solo podría simbolizar la naturaleza del ser adolescente, también representa la duplicidad que deja su rastro: la posibilidad de reconstruir tras la destrucción provocada por la tormenta.
Por lo tanto, Sômai captura el movimiento del adolescente de tal modo que la energía desprendida dentro del encuadre parece estar intentando liberarse del mismo para, al final, ser la causa principal de la muerte del propio cuerpo. Ante ella, el cineasta japonés parece posibilitar una vía de renacimiento difusa, que se apaga junto a la imagen de la película. Un más allá tan misterioso e indescifrable como la naturaleza adolescente y el tifón que la envuelve.
Escrito por Pol Romero
Titanic 666 (Nick Lyon)
Hablar de cine de catástrofes es hablar en términos muy generales. Y es que esta denominación genérica puede abarcar de todo: Ataques terroristas masivos, terremotos, tornados (con o sin tiburones), invasiones alienígenas, virus mutantes… en fin, una amplia gama que tiene un denominador común: caos, destrucción, derrumbes generalizados ya sea en el físico (edificios, ciudades o países viniéndose abajo) o más metafóricos (desaparición de la sociedad como la entendemos). Y, sin embargo, dentro de este submundo siempre quedan territorios por explorar: ‹mash-ups› imposibles que suelen ser pasto de series B desnortadas o ya directamente series Z pasto de ‹direct to video› o de plataforma secundaria.
Hay que reconocer que, en eso, los amigos de The Asylum (una productora que en sí misma ya sería una catástrofe andante) tienen la habilidad de subir la apuesta continuamente. No se trata ya tan solo de hacer ‹spoof movies›, ‹mockbusters› o falsas secuelas, no. Esto va más allá, en el sentido de dotar de nuevas perspectivas, nuevos enfoques y nuevas relaciones intergenéricas a películas, no solo directamente copiadas de Hollywood, sino también de sus propios productos.
Si ya era una idea absolutamente desquiciada realizar una película como Titanic II, con sus imposibles icebergs con “vida propia”, el film que nos ocupa, Titanic 666, es directamente producto de una mente en pleno proceso de ‹delirium tremens› por ausencia de su dosis de garbanzos cocidos de marca blanca. Pero así, y esto es sin duda lo mejor de la película, la idea en el fondo es tan disparatada que resulta incluso atractiva: Meter un Titanic III y mezclarlo con una venganza de los espíritus del primer Titanic por el uso comercial de su tragedia es cuando menos una idea atractiva de ver.
¿El resultado? De alguna manera, el esperado. Cine catastrófico en todos los sentidos posibles. Sin embargo, a diferencia de muchas “asylumadas”, Titanic 666 tiene algunos elementos superiores. Por un lado se consigue tener algo de ritmo, con lo que la experiencia es sorprendentemente entretenida. Por otro lado la dirección de actores (por llamarlos de alguna manera) consigue sacar algo de ellos. Ni que sea a modo de conversión de la cara de ‹pay-check›, tan habitual en estos casos, en algo que por momentos se asemeja por un lado al modelo “bressoniano” en lo hierático para, sin solución de continuidad, pasar a un histerismo que entronca con la comedia popular francesa a la Louis de Funes.
Obviamente nada de ello parece voluntario en manos del reputado director Nick Lyon, creador de otras obras magnas como The Surprise Visit o D-Day. Pero en realidad no tiene importancia alguna. Lo realmente significativo es que consigue que Titanic 666 acabe siendo un film divertido, hilarante, imposible en sus giros argumentales, lúcido en su exhibición de pobreza visual mediante fueras de campo laterales, impecable en su aprovechamiento de las elipsis imposibles, certero y meta-irónico en su descripción del capitalismo de la desgracia y pavoroso en su exhibición de la destrucción, tanto en lo físico como en lo espiritual, de sus elementos.
De alguna manera estamos ante un producto que bien podría calificarse como cine experimental que consigue conceptualizar, no como piezas de puzzle sino como material de derribo y desguace, todos los tropos del género en un ensamblamiento que se acerca más a un Frankenstein de feria local que a una obra de calado intelectual. ¿Catástrofe? Total, pero qué duda cabe que tiene un encanto innegable.
Escrito por Àlex P. Lascort