Si bien el cine proveniente del continente africano ha ido adoptando formas que, en ocasiones, se acercan cada vez más a esa raigambre europea autoral que encuentra en la búsqueda del tono una de sus grandes cualidades —hecho que se puede constatar a través de cintas más atmosféricas que narrativas tales como This is Not a Burial, It’s a Resurrection, La noche de los reyes o Abou Leila—, no parece haber perdido ese particular carácter narrativo que destaca, especialmente, por el modo de relacionarse en un terreno siempre abierto a comprender las posibilidades del cinematógrafo desde una perspectiva muy distinta.
Con la vuelta del cineasta chadiano Mahamat-Saleh Haroun y su Lingui. Lazos sagrados, resulta de lo más interesante recuperar la figura de un cineasta que, siendo cierto que ha mostrado una constante evolución desde que diera sus primeros pasos con cintas como Bye Bye Africa o Abouna, parece preservar en cierto modo la esencia en la composición de unas imágenes cuyo significado todavía, en ocasiones, va mucho más allá de la mera construcción del propio relato. Una característica, obviamente, no inherente del cine africano, pero sin embargo capaz de dotar de un simbolismo mucho más arraigado que otras cinematografías a sus composiciones.
Esa condición resulta más prominente quizá en el debut de Haroun con la ya citada Abouna, donde el lenguaje es, más que en ninguna otra obra del de Chad, una herramienta relevante desde la que abordar partes, más que del mismo relato, de un estado, el de esa huida permanente que emprenden sus jóvenes protagonistas en busca de un ente paterno desaparecido al que, como no podría ser de otro modo, encuentran y alcanzan en las imágenes: un medio que el autor de Grigris emplea, además, para derribar de forma casi soslayada la cuarta pared en una estampa que parece conectar con su primer fotograma —en el que atestiguamos la partida del padre, dirigiendo también su mirada a la lente—, pero en cambio adquiere un cariz distintivo al dibujar una suerte de diálogo que, a la postre, quedará en suspensión el resto del film, revelando momentos que parecen desplazar de algún modo la realidad construida por Haroun. Así, emergerán una serie de elementos icónicos desde los que dotar de una nueva dimensión a la particular crónica de los jóvenes protagonistas, manteniendo en todo momento una relación figurada con el destino que intentan acometer en su búsqueda.
Es, de hecho, con la aparición de ese personaje femenino que entablará una relación con el mayor de los hermanos, donde Abouna concreta esa fuga de la realidad, encontrando en el único personaje que no se puede comunicar verbalmente el subterfugio de un mundo regido bajo férreas consignas; así, la ficción construida por Haroun, proyecta un desvío desde detalles tan simples como un vestido amarillo que se manifiesta como evasión, como vía de escape que el cineasta refuerza asimismo mediante el lenguaje, a partir de determinados elementos (esos ralentíes al inicio que se ajustan a sus sinuosos movimientos) e incluso secuencias (el reencuentro en mitad de la nada, focalizado desde un prisma más cinematográfico por su concepción).
A través de sus intentos de huida y el modo de relacionarse con el mundo que les rodea, en ocasiones ese lenguaje se torna un tanto naif, en parte como una reacción natural y deliberada debido al lapso vital que atraviesan sus protagonistas, pero Haroun se muestra en todo momento como un inteligente narrador, capaz de describir una situación con apenas un par de planos sin necesidad de explicitarla; o de incidir en la faceta más quimérica del film —esa vieja fotografía en la pared— con un sencillo encadenado.
Abouna bien podría expresar el paradigma de lo que supuso el cine africano en sus inicios —y que recogen otros títulos igual de valiosos como Touki Bouki de Djibril Diop Mambéty—, pese a tomar distancia de una etapa que ya quedaba lejos en el tiempo de los primeros pasos de Mahamat-Saleh Haroun; no obstante, su ópera prima sintetiza esa importancia conferida a la imagen y a su carácter metafórico en pos de otros aspectos que quizá hayan podido dotar en un futuro de mayor cohesión y corporeidad al cine africano, pero sin lugar a dudas difícilmente perfilarán una esencia que es, por derecho propio, patrimonio de una cinematografía a reivindicar y descubrir.
Larga vida a la nueva carne.