No cabe duda de que Rendir los machos es una muestra de cine arriesgado. No porque aporte novedades significativas en su planteamiento formal, pero sí debido a que dicha apuesta no deja de ser una apuesta que desafía al espectador. Una manera de narrar que busca la concordancia, incluso la harmonía si se quiere, entre el minimalismo de su puesta en escena con el mimo dramático de lo que cuenta. No solo es una cuestión de encaje, sino más bien de hacer que el formato complemente la historia, le dé contexto, la rellene, por así decirlo.
Se trata del fino equilibrio entre el drama familiar, la tradición combinada con un ‹modus vivendi› que se refleja en el estatismo. O dicho de otro estamos ante una especie de ‹road movie› que, sin embargo, se articula a través de secuencias fijas cuyo propósito es enmarcar las diversas situaciones y evolución personal de sus protagonistas. Un juego de fotos fijas, por así decirlo, que funciona en tanto acaban por dibujar un viaje a modo de retablo costumbrista.
El problema es que todo este planteamiento parece funcionar a veces más en el plano de las intenciones que de la transmisión de sensaciones. Si bien el film de David Pantaleón ofrece sus recompensas estas funcionan de forma paradójica de una forma más intelectual que emocional. Como si más que ante una película estuviéramos ante un documental con desvíos hacia la dramatización, un reflejo costumbrista con conflicto familiar. Y este es el principal problema: por momentos la historia queda relegada a un segundo plano, como si el paisaje fuera, en realidad, el auténtico protagonista de la obra.
Y es que en Rendir los machos hay una confusión, involuntaria, por supuesto, entre lo que es cine contemplativo, es decir, una inmersión paisajística al servicio de la trama, con lo que es el mero estatismo. Hay demasiados momentos en que no se adivina nada más allá de la foto fija, del marco en el que la acción se envuelve. ¿Hay belleza? Sí, por supuesto, quizás incluso demasiada. No se trata de un embellecimiento artificial, pero sí un ausencia de rudeza. Como si el entorno tratara de dulcificar el conflicto y no funcionar en consonancia a él. ¿Cuál es el resultado de todo ello? Que, a pesar de su reducido metraje, el film acaba por proporcionar un cúmulo de situaciones valle de difícil digestión, como aquellas sesiones post-vacacionales de diapositivas de antaño, agotadoras por cantidad y alienación de la empatía ajena.
A pesar de ello no queremos dar la impresión de haber asistido a una película áspera. Tiene sus momentos entrañables y una familiaridad muy conseguida a pesar de la lejanía de la tradición reflejada. Algo así es lo que se echa más de menos en su conjunto, algo más de ligereza, no ceñirse tanto a un esquema que acaba siendo más capsular que ‹leiv motiv› formal. De todas maneras hay que reconocer, ni que sea por el riesgo empleado, el trabajo del director en acercarnos a algo que seguramente nos es desconocido para, como mínimo, obtener un conocimiento que de otra manera no hubiéramos alcanzado.