Ya desde su debut en el terreno del largometraje con Cub, el cineasta belga Jonas Govaerts demostró cierta afinidad por la construcción genérica a través de sus escenarios y de una ambientación que se antoja clave en una consecución atmosférica a la que parece proclive el de Amberes. Si allí el bosque emergía como uno de los protagonistas del film, en su nueva pieza Transfer, es la sala de visitas de una cárcel la encargada de acoger entre sus paredes este relato corto que poco más necesita que un cuidado trabajo sonoro para sumergirnos en una enrarecida atmósfera que entronca directamente con su raigambre genérica. En ese sentido, quizá lo más interesante de una pieza como Transfer, es el hecho de llevar esa raigambre a un espacio tan concreto como el que propone el belga, que poco más que unas líneas de diálogo necesita para introducir al espectador en un universo atípico por el contexto, pero al fin y al cabo reconocible por las incursiones que el fantástico ha realizado no pocas veces en el ámbito carcelario, que desemboca aquí mediante uno de sus dos personajes centrales, el masculino, un ‹serial killer› encerrado allí por los crímenes que cometió.
Es a través de ese individuo, que deviene eje vertebrador de una situación que parece controlar a su antojo, desde el que Govaerts otorga las claves y ritmo de un trabajo que no se comprende sin ese tempo marcado por el personaje interpretado por un irreconocible Gene Bervoets —al que hemos visto en cintas como La memoria del asesino y en varias obras de Alex van Warmerdam—; cada palabra y cada gesto deslizan el relato hacia un terreno donde se acabará personando el sobrenatural y, con él, Transfer orbitará en torno a esa mencionada puesta en escena tan capaz de dotar espacios tangibles y reales de unos matices que pivotan alrededor de una inquietante sordidez, como de desplazar ese mismo universo a un minimalismo escénico enrarecido por el cromatismo y una iluminación de lo más certera, desembocando así en una coherente conclusión que también se reproduce desde lo formal —ese cambio en la angulación de los primeros planos de los personajes resulta de lo más consecuente—.
Así pues, y en apenas unos minutos, Govaerts sigue expandiendo la mirada de un cine de género que sabe recoger la esencia del relato y trasladarla a lo formal, tanto desde una rica perspectiva visual que sirve, junto a ese tratamiento tan particular del sonido, para condensar atmósferas ciertamente personales y trasladarlas al lugar convenido, como mediante un sentido narrativo que propone las notas adecuadas para el desarrollo de la historia.
Transfer glosa así las virtudes que había expuesto hasta ahora el cineasta en su obra, desplazándolas a un marco donde amplificarlas y hacer de ese horror algo más visceral, si cabe, sabiendo jugar con las aristas que componen la pieza, así como otorgando señales desde las que poder reconstruir el relato una vez planteado el desenlace; algo que, sin encontrarnos ante una pieza destacable del formato, arroja los rasgos necesarios como para que quienes quieran seguir los pasos de un cineasta prometedor, dediquen unos minutos a continuar explorando el particular universo de Govaerts a través de este interesante ejercicio.
Larga vida a la nueva carne.