Por mucho que en One Million Years B.C. (Don Chaffey, 1967) se pudiera ver a humanos prehistóricos conviviendo con los dinosaurios, eso nunca ocurrió. Sin embargo, nuestra fascinación por estas criaturas extintas ha llevado a la ciencia ficción a fabricar multitud de escenarios imaginarios para entrar en contacto con ellas, por improbables que fueran. Con la recuperación de la franquicia Jurassic Park a través de sus recientes secuelas, se reaviva una de sus fórmulas más novedosas: la ingeniería genética, que en los años noventa prometía revolucionar nuestras vidas y abría infinitas potencialidades para el progreso —y también muchas otras de terroríficas consecuencias—. Pero estos animales rescatados así del tiempo se sienten desacralizados tanto por la técnica usada como por el motor que lleva a su recreación, con un objetivo puramente mercantilista tan propio de nuestra época, que también define la misma existencia y la producción de la saga Jurassic World. Si echamos la vista atrás en el género nos encontraremos con el concepto de “mundo perdido”, de la posibilidad de un lugar físico aislado en la Tierra que conserve intactas la fauna y la flora de edades remotas. Una posibilidad que incorporaba Arthur Conan Doyle a la primera de sus novelas protagonizadas por el Profesor Challenger, que adaptaría Irwin Allen en 1960 bajo su título homónimo The Lost World.
Este concepto no era nuevo y ya había aparecido en la obra del escritor Jules Verne que en 1959 adaptaría Henry Levin, Journey to the Center of the Earth. Posteriormente también en la de Edgar Rice Burroughs, que rodaría Kevin Connor como The Land That Time Forgot (1974). Estos filmes también forman parte de una tendencia en el cine hollywoodiense que arrancaría seriamente en la década de los cincuenta con la superproducción 20,000 Leagues Under the Sea (Richard Fleischer, 1954) para adaptar historias de aventuras y ciencia ficción al más puro estilo ‹pulp› que explotaban —con mayor o menor limitación de presupuesto— su magnífico sentido de la maravilla no carente de una perspectiva romántica y naif sobre la exploración y la ciencia, como es el caso también de The Time Machine (George Pal, 1960) con H. G. Welles. En The Lost World un rudo y malhumorado científico (Claude Raines) presenta ante la comunidad internacional sus increíbles descubrimientos. En la cuenca del Amazonas existe una meseta inaccesible donde los dinosaurios han persistido hasta el presente. Sin pruebas, propone una nueva expedición para acceder al lugar y demostrar sus afirmaciones. En ella estará el periodista Ed Malone (David Hedison), la hija del dueño del periódico donde trabaja Jennifer (Jill St. John) o el cazador Lord John Roxton (Michael Rennie), entre otros.
Tras un planteamiento dramático mínimo de ciertos conflictos latentes (la presencia de una mujer, las relaciones previas entre algunos de los miembros de la expedición), la acción se traslada rápidamente a una misteriosa y recóndita región, rodada en glorioso Cinemascope y color por el director de fotografía Winton C. Hoch. Los escenarios de cartón piedra y decorados de estudio transmiten rápidamente las pocas posibilidades para proveer de realismo al relato, que cuenta con la complicidad del espectador para entrar en su inverosímil propuesta. La recreación de los dinosaurios se realiza con animales como iguanas, varanos o caimanes sobre los que se adhieren burdamente diferentes adornos para representar distintas especies como un iguanodonte, un estegosaurio, un tricerátops o un tiranosaurio rex. Su presencia se integra en escena a través de efectos visuales muy elementales pero efectivos, que capturan sus monumentales dimensiones y amenaza apoyándose en la adición de efectos sonoros y el cambio de escala.
Para los protagonistas, sin embargo, no son estos monstruos del pasado los que suponen el mayor peligro. Tanto su contacto con una ancestral tribu de salvajes como sus divisiones internas dan pie a todo tipo de situaciones y peripecias mientras tratan de sobrevivir a un entorno hostil y la vida que lo habita. Esto sucede sin abandonar un tono despreocupado y lúdico, que definiría también a las otras producciones de Allen posteriores —Voyage to the Bottom of the Sea (1961) y Five Weeks in a Balloon (1962)—, en las que también trabajaría con Hoch en la fotografía y el guionista Charles Bennett. Sobre ellos recae además la posibilidad de que el curso normal de las fuerzas de la naturaleza destruya un territorio que por lógica no debería existir, cuya continuidad se pone en peligro por la interferencia directa de nuestros aventureros, que acaban subvirtiendo su papel en la narración como la verdadera fuerza disruptiva. La sencilla lección que subyace como mensaje final nos advierte en la conclusión de la película de la incapacidad de los seres humanos para conservar intacto aquello que pretendemos explorar y estudiar, destruyendo su delicado equilibrio, sean cuales sean nuestras intenciones al interactuar. Desde las más honestas, como el avance del conocimiento, hasta las más viles, como la venganza o el enriquecimiento personal.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.