Fernando Meirelles siempre ha sido un director interesado en el comportamiento humano. De hecho, podríamos definir su filmografía como un ejercicio consistente en observar la reacción de sus personajes frente a distintos estímulos contextuales; algo que evidentemente tiene implícito el análisis de la moralidad humana. Hasta ahora habíamos visto qué podía suceder cuando sus personajes se encontraban ante un exagerado descontrol de posesión de armas, ante el tráfico de medicamentos y la ceguera colectiva. Pero en este cuarto título reencontramos el característico ejercicio de Meirelles desde un punto de vista mucho menos extremo; pues el reto al que el director brasileño somete ahora a sus personajes no es otro que el de sobrevivir a la moralidad de la sociedad contemporánea. Y es que en cierto modo, 360. Juego de destinos transmite la sensación de que el autor de El jardinero fiel ha ido restando magnificencia al contexto de sus películas para acabar dejando al desnudo algo tan trivial como la cotidianidad convencional.
Lo más llamativo de esta película es que así como en anteriores títulos del autor siempre encontrábamos cierto posicionamiento respecto a la moralidad de las situaciones planteadas (ya sea en formato de denuncia o juicio personal) en su nuevo trabajo el director brasileño se limita a observar las vivencias de sus personajes sin necesidad de condenar ni justificar sus actos. Esta vez no se trata de señalar culpables, sino de todo lo contrario. Se trata de reflexionar sobre las inimaginables historias que sustentan cada coincidencia, sobre las infinitas posibilidades que, sin saberlo, rechazamos día tras día. Se trata, sobre todo, de descubrir qué experiencias se esconden tras aquella persona a quien hace un momento condenábamos por su aptitud y que ahora comprendemos y justificamos gracias a nuestros nuevos conocimiento. Estamos ante un delicioso conjunto de historias sobre relaciones humanas que nos hablan de cómo las casualidades y las vivencias personales determinan nuestra conducta.
360. Juego de destinos plantea una extraña parábola que nace de la coalición de nuestra personalidad con las experiencias vividas. Tal vez nuestra carencia de expectativas haga que podamos superar la peor de las tragedias gracias a una insignificante casualidad. Tal vez nuestro carácter obtuso nos conduzca a desperdiciar la más bella de las oportunidades. El círculo vicioso se da por el hecho de que estas experiencias determinan nuestro carácter, que a su tiempo se encargará de decidir sobre futuras situaciones. En todo caso, si una cosa está clara, nos recuerda Meirelles, es que sus personajes, lejos de ser buenos o malos, tan solo reaccionan de diversas formas ante determinadas situaciones. Sencillamente interactúan con su entorno en función de su estado de ánimo o del momento por el que pasan. Y de ello resultaran parejas de personajes cuya experiencia los hace incompatibles y situaciones concretas que hacen imposibles ciertas relaciones. Y el círculo vuelve a empezar.
Lo más sorprendente de la película es cómo la autoría de Meirelles logra reivindicar su presencia desde una posición tan contenida. Porque es indudable que la dinámica mano del director de Ciudad de Dios aun sigue existiendo en sus trabajos: están los planos fragmentados que nos ofrecen la multi-perspectiva que los personajes no tienen, las transiciones hechas mediante el encadenado de un cuerpo u objeto desplazándose, la congelación de una imagen para ceder la atención a una voz en off… Todo ello y mucho más sigue presente en la obra del elogiable director, solo que esta vez está hecho de forma tan modesta y (como siempre) tan al servicio de su discurso que cuando uno piensa en la película recuerda sus entrañables personajes (todos ellos magníficamente interpretados por un reparto de alto nivel) y sus experiencias mucho antes que cualquier filigrana narrativa. Dicho en otras palabras, hablamos de una serie recursos narrativos tan atractivos como imperceptibles que tan solo hacen mejor una película que ya de por sí supera con mucho el aprobado.