Estábamos en 2004 y Paul Dedalus aun no había nacido. O al menos no personificado como tal en el imaginario de Desplechin. Sin embargo estaba allí, latente. Y es que los dramas de Desplechin siempre vienen con Dedalus o sin él, envueltos en el ropaje de la memoria. De la transmisión de eventos, de los puntos de vista distintos, de las perspectivas cambiantes que construyen sinfonías vitales. Rois et reine podría ser claro ejemplo de ello. Historias que se entrecruzan pero que, a diferencia de un Altman o un Paul Thomas Anderson no parecen desarrollarse tanto por fluidez como por acumulación.
El objetivo no es buscar una narración donde, a pesar de la variantes de enfoque, se aprecie la clásica estructura que nos lleve a un desenlace, no. Más bien estamos ante un film que quiere arrancar pedazos de vida en presente, sorprendernos con pequeños giros climáticos, contextualizar el pasado y ponerlo del revés pero, sobre todo, dejar libertad para caminar a sus personajes. Todo ello funciona en la película casi a ritmo de hip-hop. Hay rimas, digresiones y un cierto salvajismo no exento de sus dos caras, la del drama cotidiano y la del humor desencantado. Y si Devos es la torturada (y también tortura), Amalric es la mirada cínica, jovial e intensa que lo encaja todo.
Pero a pesar de su apariencia, no estamos precisamente ante un retrato de la nada, entendida como el detalle rutinario de vidas sin importancia. Desplechin se reserva la capacidad de sorprender y endurecer la historia a voluntad sin que el tono general se resienta en absoluto. De alguna manera, y a pesar de los temas tratados, dramáticos en esencia pero en absoluto ajenos a la realidad de las personas corrientes, Desplechin consigue que por momentos todo tenga un aire épico, alejado del romanticismo lírico de, por ejemplo, Tres recuerdos de mi juventud. El tono aquí es más bien de una cierta admiración y cariño por sus personajes pero al mismo tiempo con una cierta distancia, dejando espacio al espectador para que saque sus conclusiones.
Cierto es que quizás, hay momentos en que todo queda encallado, que hay una demora consciente en mostrar los hechos que, más que un ejercicio de suspense, acaba convirtiéndose en un valle que resiente en algunos tramos el interés al respecto. Momentos que parecen ir a ninguna parte pero que, al fin y al cabo, bien analizados también forman parte del desarrollo vital, solo que en pantalla no acaban de funcionar.
Con todo ello sobre la palestra, Rois et reine quizás no llega a la complejidad y redondez de otras obras del director francés, sintiéndose como un plano, como un ensayo general de lo que estaría por venir. Como si la película en sí misma fuera uno de esos recuerdos distorsionados de un Paul Dedalus del futuro cuya intención no fuera tanto explicarnos una verdad como una visión legendaria de la misma. Podríamos hablar de drama, de tragicomedia, de romance en vericuetos por fascículos pero no nos engañemos, al final estamos ante una película de aventuras. ¿O es que no hay mayor aventura que la vida?