Cosas de lagartijas
Hace años (muchos) experimenté un examen final en el que la única cuestión gráfica era una diapositiva con una portada de revista. En ella podíamos observar en todo su esplendor a Céline Dion junto a sus gemelos recién nacidos. El tema a tratar era lo ‹kitsch›, aunque ahora podríamos indagar también en el falso-bucólico asunto de la maternidad. El de revista o red social, el estático, el imposible mundo perfecto que ya nadie considera posible cuando vuelve el movimiento.
Ya no es la necesidad de hablar de un antes y un después de lo que supone la maternidad, es más bien un “ahora” y las circunstancias que lo envuelven. Aunque muchos han querido dar un nuevo prisma a ese asunto de ser madre a través del terror, y no olvidemos que si le quitamos la paja a todos esos films nos quedamos con el visceral miedo de traer a gente a este nuestro mundo, hay voces capaces de ser transparentes y cercanas para hacernos saber que el miedo no es más que otro impulso de supervivencia maternofilial con el que trazar alguna historia.
Es el caso de Alauda Ruiz de Azúa, que va un paso más allá con su debut en Cinco lobitos, es muy concreta en su relato y al mismo tiempo es capaz de matizar todo aquello que nos fascina y nos aterra dentro de una familia. Para ello partimos de Amaia y su reciente parto, y de ahí a todo aquello que en algún momento me han contado, he vivido u observado en manos de otras. No es tanto que se magnifique el significado de ser madre por primera vez, sino que es importante el modo en que la directora nos demuestra que es difícil acoplarse a un cambio para el que nunca se está del todo preparado. No quieres ayuda, no quieres soledad, no sabes lo que quieres. Madres, padres, abuelos… pero no superhéroes.
Para esta historia su mejor baza es Laia Costa, que atraviesa con honestidad esa barrera para ser algo más que madre y persona que no sabe conectar con las intensas novedades que la arroyan como un tren. También es hija. Y aquí es donde Cinco lobitos conquista la pantalla, aportando luces y sombras a esta pequeña aventura. Y, de paso, al “ahora”.
Recuerdo el también debut de Nely Reguera, ya no por semejanzas a la hora de expresarse, siendo opuesta la evolución de sus protagonistas, pero María (y los demás) tenía esa esencia de hija que repite roles quizá olvidados, que hereda angustias y deberes, mientras se construye a sí misma, reconstituye un futuro sin poder dejar de lado todo tipo de lazos humanos y divinos con la familia. Amaia no es María, pero sí es una mujer que amolda su futuro a las circunstancias, desde esa posición de madre que necesita ser salvada, un poco, para volver a un núcleo imperfecto, que sabe a real, a posible. Hay amor entre estos padres y esta hija bastante lejano de lo bucólico, pero hay algo de incondicional en sus gestos, que emanan ese amor entre gritos, desesperos y torpezas. Los personajes de Cinco lobitos irradian esa vitalidad errática tan de adultos pasados de rosca. De padres que ya no tienen que disimular, de nuevas generaciones que saben que no repetirán estereotipos y caen en los mismos errores, de parejas que no se soportan, a veces se quieren y si es necesario, siempre se acompañarán. Tienen carisma y nervio, sin desatar traumas, siempre velando por la emoción.
Quizá más bello que observar a Amaia en este rompeolas en el que se convierte su vida, es ver la interacción entre Laia Costa y Susi Sánchez. Ese momento en el que la madre le pregunta a su hija cómo se le dio lo de la crianza, ese momento en que la hija tiene la oportunidad de romper la perfección que seguramente la madre creía haber tocado con la punta de los dedos. Ese momento no tiene precio, pese a no ser nuevo, pese a ser algo que cualquiera habrá escuchado en una cocina, con cierto cariño y agonía, sabiendo que la hija se comportará como la madre pese a que se haya perjurado que no lo haría jamás. Esos pequeños matices en la narración que nos ponen los vellos de punta porque son posibles, vívidos y totalmente racionales. Una repetición que se percibe casi superficialmente pese a sabernos en tiempos radicalmente opuestos, una generación incapaz de entender del todo a la otra, y todas convivientes frente a unos renovados retos.
Pongo en el punto de mira una conversación cualquiera que llevo a lo significativo y primordial, mientras en la película se suceden de forma casi espontánea pequeños roces, inmensas reacciones y confesiones minimizadas que hacen por darnos aire, consiguiendo que nos sintamos cerca, nos impliquemos, somatizando el día a día del film.
Cinco lobitos tiene ese aspecto de maternidad bidireccional, sabe encontrar un punto en el que coexiste ser hija, ser madre y darse cuenta de la dependencia silenciosa de los padres, y demuestra que una batalla continua, aunque no sea revolucionaria, es también una forma de vida. ¿Dónde quedan entonces las portadas bucólicas de revista? Experiencias como esta, en las que no se renuncia a un agradable envoltorio para profundizar en lo emocional, arrancando lágrimas sentidas, robando sonrisas cómplices, obstaculizan esa necesidad de impostar una perfección que no existe. Y como ser madre no tiene por qué ser lo único ni lo mejor, cada vez más cineastas pierden el miedo de mostrar que la vida es drama, diversión y lo que se tercie.