No es la primera vez que insistimos en el concepto de velocidad en estas líneas. Velocidad de producción y de consumo. Y con ello el consiguiente fenómeno del empobrecimiento de contenidos sujetos a la presión de una demanda a satisfacer. ¿El final del proceso? El único posible, el agotamiento de fórmulas y géneros que acaban por ser poco más que una moda pasajera. Justo esto es lo que está ya sucediendo con el ‹True Crime›, un subgénero muy goloso en cuanto a las posibilidades ilimitadas de contenido que ofrece (los crímenes no dejan de sucederse) y de la existencia de una audiencia siempre ávida de morbo o con un interés legítimo en comprender los mecanismos psicológicos del crimen o la historia tras de ellos.
Bruno Reidal, a su modo, vendría a ser el contrapunto a todo ello. Una especie de ‹True Crime› de época que se articula como una reconstrucción de hechos vía memorias médicas. Sin embargo, el film de Vincent Le Port se aleja meridianamente de las tendencias actuales. Casi como si su marco histórico lo demandara, el film se construye desde el reposo, desde la explicación meditabunda, casi susurrada, lo que no es óbice para exponerse de forma árida, seca y cruel.
El crimen, la vida del asesino, no nos llega por interferencia de terceros o de testigos que pudieran (o no) modificar los hechos. La versión ofrecida es la voz del perpetrador, una explicación unívoca solamente puntuada por las preguntadores de sus interrogadores médicos que, de alguna manera, actúan casi como unos proto-investigadores de la mente del asesino cuando ni conocía esta disciplina.
A través de la voz de Reidal conocemos no solo los hechos criminales sino todo el proceso que puede llevar a él. Pero no se trata solo de la mente del sujeto, no. Aunque si bien es cierto que algo hay de estudio de la personalidad, no es menos cierto que, a través de ella, también conocemos el contexto, las circunstancias, el ambiente por así decirlo, de un lugar y una época. Es a través de la quietud, bordeando lo religioso (que también desempeña un tema central), de su puesta en escena que entendemos cómo, al igual que el protagonista, hay una violencia contenida en cada momento, en cada lugar, en cada situación. Lo que se entendía por normalidad es una amenaza, una bomba a punto de explotar. Explotación, miseria, taras familiares, genética, represión sexual y religiosidad se unen en un cóctel que trasciende al individuo y se convierte en un elemento supurante en toda la sociedad.
No es la intención de Le Port el convertir a Bruno Reidal en una víctima, en absoluto. Pero el detalle obsesivo con el que nos transmite su narración sí nos permite conocer sus complejidades, la esencia del asunto. Quizás esta obsesión por el análisis repercute negativamente en un desarrollo a veces demasiado reiterativo y subrayado, al igual que la sequedad, el planteamiento y la estética deriva por momentos en una planicie formal algo televisiva. Aun así, Bruno Reidal es un film a tener en consideración, ni que sea por su voluntad, mayormente conseguida, de nadar a contracorriente de la tendencia actual.