Es evidente que Red Rocket es un producto totalmente reconocible. Es decir, es Sean Baker haciendo cosas de Sean Baker. Su estética colorista de la podredumbre, la descripción de esa otra América “lumpenizada” no está, como siempre, exenta del cariño que el director siempre muestra por sus personajes.
Una estrategia que se ampara en la difícil tarea de no ocultar la miseria pero no hacer sangre con ella. Al fin y al cabo, aunque sean personajes ficcionados, no dejan de ser representaciones de seres humanos, quizás precarios, quizás moralmente dudosos, pero nunca merecedores de indignidad por su condición social ni de aprovechamiento político en busca del mensaje concienciador facilón.
Pero, hablando de temas sociales, contra todo pronóstico y a pesar de las apariencias, Sean Baker firma su film más comprometido políticamente, ni que sea en forma de metáfora o, por qué no decirlo, usando el formato de falsa biografía para hablar de un personaje, por desgracia, relevante en el panorama mundial. Sí, en la figura de Mikey (brillantemente interpretado por Simon Rex), el fracasado actor pornográfico en busca de una nueva vida, podemos encontrar un paralelismo más que evidente con Donald J. Trump, y no para bien precisamente. De hecho, no es casualidad que el film se enmarque durante la campaña electoral que enfrento a Trump con Hillary Clinton o mejor dicho, dos visiones de América, dos realidades que no se complementan sino que se oponen por vía del ocultamiento.
Y es que la América que Baker retrata es curiosamente la América más “trumpista”, por paradójico que esto parezca. Y no, no se trata de mostrar al supremacismo o a las élites también partidarias del ultraliberalismo “trumpista”, se trata de mostrar a los olvidados, a los marginados a aquellos a los que Trump puede seducir con su discurso del sueño americano en su versión más corrompida. Mikey no deja de ser el paradigma de todo ello. Un personaje que había sido triunfador y que ahora está en la miseria pero que mantiene intacta su capacidad de seducción y de aprovechamiento ajeno. Y es que al igual que Trump lo que puede tener un punto de comedia acaba por convertirse en una tragedia.
El retrato de Mikey funciona exactamente como la propaganda “trumpista”, como un ‹self-made man› que sabe superar sus adversidades con un manto de picardía, de promesas y seducción. Sin embargo, no nos llevemos a engaño, Sean Baker dista mucho de realizar una hagiografía al respecto. Que use los recursos descriptivos necesarios no significa que necesariamente simpatice con los actos ni el carácter de su protagonista. De hecho, la aproximación a Mikey se siente tan cercana que precisamente por ello no omite su miseria moral, su visión de sus semejantes como material de usar y tirar.
Así como Mikey es Donald Trump, el resto del elenco podría ser esa masa de votantes escépticos al principio pero que acaban por hacerle caso presa de su propia desesperación, de sus sueños rotos. Los arquetipos están ahí, desde el lumpen marginal pasando por la inocencia del ignorante bonachón hasta la propia representación de América en forma de ‹teenager› que aspira a ser algo grande y que se acaba por dejar embaucar por promesas vacías, a mancillar su espíritu por el sueño del triunfo en su forma más neoliberal posible: sexo, dinero y materialismo. Y frente esa mirada brillante, rellena de deseo y ambición, el contrapunto de los ojos de Mikey devolviéndosela en forma de oscuridad, de aceptación de un futuro que lejos del oropel prometido solo traerá (más) miseria, corrupción y oscuridad.