Jóvenes, barcos, neones y nuestra absoluta rendición ante esta incontrolable inundación piromusical que nos ofrece Venecia y sus ciudades cercanas a través del tiempo y el espacio.
Unos planos diurnos, frescos y luminosos nos invitan a observar las cepas ya espigadas de la alcachofa. Terreno árido a dos pasos del agua donde quizá la única persona adulta, anciana en realidad, aparece en imagen mostrando su visión del mundo frente a los ojos, más líquidos que áridos, del joven sobre el que pivotará Atlantide. Su título nos promete ciudades sumergidas que se convierten en un tesoro más allá de las fuerzas de la naturaleza, con posibles habitantes metamorfoseados en una especie de sirenas, y aunque su inicio nos lleve a pensar en realidades terrenales, su hibridación constante nos produce el efecto deseado. Que realidad y ficción colisionen en nuestro cerebro en una epifanía total. Una fiesta sensitiva, vaya.
Ancarani lo logra desde el nihilismo absoluto de la juventud costera. Ya sabes, esos muchachos que aquí confundiríamos con los que le dan gas a sus motos o coches tuneados, que ven pasar el tiempo sin mayor motivación que el ruido, la velocidad y la fanfarronería. Esos que en base a nuestro yo cascarrabias encontraríamos tan poco atractivos como una mota de polvo, se transforman en pura fantasía cuando se manifiesta un pliegue con la realidad, y se transforma gracias a nimios aderezos, esos en los que un director de cine se convierte en una especie de Dios manipulando la creación en sí misma, para que tome una forma que no corresponde con su naturaleza. Lo podemos llamar montaje, adicción musical o una simple gracia natural con la que complacer nuestros sentidos.
Porque, partiendo de lo cotidiano, jóvenes dando gas a sus lanchas motoras por encima de sus posibilidades en la laguna de Sant’Erasmo, nos adaptamos a lo sensorial de Atlantide. Daniele transformándose en hombre, en macho cabrío, en atlante. Su mirada vacua centellea ante una pasión única que vemos como delirante pese a su sencillez. Seguimos una evolución que impacta desde la rutina, que se replica en otros de su misma edad, que nos invade desde la pantalla y nos fascina sin que la lógica aplastante aparezca en ningún momento.
Con su afinidad al documental, el uso de actores no profesionales le ofrece una perspectiva al film que conecta con esa sensación de pez fuera del agua, podemos comprender, no podemos compartir. La hilaridad nos roza con fineza ante los quehaceres de sus protagonistas, actos sencillos, genes jóvenes, preocupaciones nimias y el objetivo para todos ellos de destacar con sus ‹barchinos› y ser los más veloces. La fauna y flora de Venecia se vuelve pintoresca, como lo es la ciudad para aquel que pise sus calles por primera vez, pero en realidad son solo muestras de lo cotidiano, de lo que se aferra a esas calles acuosas, destacando lo normativo como algo que fotografiar o visitar, monumentos callejeros, espectáculos sin máscaras. De repente, un montón de jóvenes armando jaleo con sus motores trucados, sus luces de neón decorativas y su música atronadora es pintoresco, artístico, magnético. No es necesario mediar palabra para encandilarnos con sus movimientos, esos balanceos erráticos, esa cultura de la inmediatez, de ser más con lo mínimo. Se nos devuelve una decadencia y un romanticismo ajena a lo que solemos percibir de la Ciudad del amor: es actual, simple, sin un futuro concreto más allá de la contaminación de ese aceite y gasóleo que se le escapa a los motores.
Pero aún así hipnótica.
Tal y como avanza el film nos acomodamos a su efluvio de imagen y sonido, pasamos de esa reproducción de lo cotidiano a lo subversivo y artístico según el prisma con el que se nos transmita. Resulta apasionante el caos que va creciendo en esas ansias de volar más allá de lo que otros han conseguidos para alcanzar unos últimos minutos donde la Atlantis se abre paso. La cámara nos avisa de su truco, pero aún así, ese avance por el laberinto en el que se convierte Venecia nos transporta a un abismo, nos hechiza, nos engancha solo con la intención de dejarnos llevar. Podría durar horas y seguirían nuestras pupilas dilatadas avanzando hasta las profundidades de la nada, volviendo a manipular la idea preconcebida de una ciudad, de una prosperidad, de un universo que se nos antoja ajeno, y soprendentemente bello y aterrador.
Toca reflexionar entonces sobre el conjunto, desde la flor de la alcachofa a la quietud de un amanecer penetrante, de la figura de Daniele, de la satisfacción de la mirada ajena a esta realidad, de la magia incongruente de la realidad plasmada como un experimento artístico y emocionante. Puros fuegos artificiales en temporada estival. Todos invitados a disfrutar del espectáculo.