La obra de Michelangelo Buonarroti, más conocido por estos lares como Miguel Ángel, alcanza un estatus de maestría y perennidad casi divinos. Es por ello que la perspectiva que elige el veterano director ruso Andrei Konchalovsky para hablar de él es en cierto modo osada e iconoclasta, pues en ella retrata al artista favorito del Vaticano como un ser temperamental, celoso y lleno de contradicciones morales, en una película cuyo título original —Il peccato— puede aludir a la visión atormentada de la fe que impera en su protagonista.
Porque Miguel Ángel, quien se relaciona con altos rangos eclesiásticos y de la nobleza, es consciente y participa desde el primer momento de los juegos de poder entre éstos, así como de su opulencia y ostentación, la cual él alimenta con su prestigio artístico. Con un trazo ciertamente grueso pero no por ello menos ácido, a Konchalovsky se le ocurre establecer en las intrigas de palacio una suerte de paralelismo con las guerras de mafias modernas, tirando al traste la visión idealizada de los grandes mecenas artísticos, cuyas inversiones aquí son tratadas como meras estrategias con motivaciones ulteriores, bien para hinchar su prestigio personal, bien como presión política frente a sus adversarios.
Y es que Miguel Ángel (El pecado) encuadra a su protagonista como parte de un engranaje complejo y desolador de corrupción e hipocresía que implica a los grandes poderes de la época, en particular a las poderosísimas familias Rovere y Medici, que entran en un conflicto abierto con la contratación del artista como uno de los catalizadores. El propio artista, lejos de ser una figura pulcra y a la altura de la magnificencia de su obra, se nos presenta como un especulador vendido al mejor postor, con frecuentes ataques de ira y un desprecio nada disimulado por su contemporáneo Rafael, con quien rivaliza por los favores del Vaticano.
Con todo, a pesar de introducir estos elementos claramente despojados del idealismo ingenuo que en muchas ocasiones ha promovido la visión casi mística de los grandes artistas de la historia, lo cierto es que no es el propósito de la cinta de Konchalovsky negar o siquiera discutir la trascendencia de Miguel Ángel. En el tratamiento de su personalidad problemática, egocéntrica y atormentada hay también, en el fondo, una admiración sincera y un reconocimiento entregado a la expresión imperecedera de su arte. La película no sólo no niega la condición de genio de su protagonista, sino que la muestra y la celebra, incluso, como inspiración para la estética de una cinta que parece, con algunas de sus hermosas composiciones, querer recrear ese preciosismo pictórico.
Miguel Ángel (El pecado) es, en último término, una historia sobre un artista excepcional cuyo talento fue objeto de especulación por parte de dos familias poderosas que se disputaban la influencia. Es por ello que mezcla lo sublime de sus creaciones con lo bajo de sus motivaciones, la permanencia de sus obras con lo mundano, feo y en ocasiones dramático de su proceso creativo. La obra es, por encima de todo, un retrato psicológico complejo y un reflejo de la convulsión política de su época, aderezado de consideraciones metafísicas y éticas que nublan su juicio. Su acabado no es ni mucho menos redondo; de hecho, tiende a una cierta dispersión narrativa que hace difícil saber en qué momento, trama o acontecimiento concretos se debe poner énfasis, y el largo tiempo dedicado a desarrollar el tema de los bloques de mármol es, por decirlo de alguna manera, llamativo. Es posible que Konchalovsky haya concebido esta cinta más como una suerte de lluvia de ideas sobre el artista y su entorno que como una narración cohesiva y con un claro foco. En ese sentido, termina afectando negativamente a la inmersión global.
Lo que ocurre es que, si bien esto último deja un poso de irregularidad y rebaja en buena medida la contundencia global de la obra, no son pocos los momentos en los que ésta, por el contrario, alcanza una intensidad emocional absorbente, fruto tanto de una eficiencia indiscutible en la puesta en escena y la narrativa visual como de la visión propia de una película no siempre brillante, pero sí decididamente única, comprometida a nivel artístico e imbuida de la enorme trascendencia y la entidad cultural del retratado.